El arte de saber mirar.
Solá utiliza una notable realización técnica no para buscar el preciosismo visual, sino para beneficiar la narrativa de una película que retrata sin estridencias un escenario intenso.
Cuando presentó su tercer documental, Hamdan (2015), Martín Sola anunció que sería el primero de una trilogía, dedicada a representantes de pueblos sin nación, que luchan –tal vez de modo infructuoso– por obtenerla. Hamdan tenía por protagonista a un veterano combatiente palestino, prisionero durante quince años en una cárcel israelí. La siguiente transcurrirá en el Tibet y ésta, La familia chechena, pieza media de la trilogía, ya está diciendo en el título dónde tiene lugar. Lo peculiar de esta saga es que si bien trata sobre resistentes, la resistencia política no es en ella un tema. No en sentido explícito, al menos. Tal vez sí de modo oblicuo puedan sonsacarse, de sus tres exponentes, indicios de resistencia en sus protagonistas. Que tampoco son necesariamente un personaje. Quizás lo sea de modo más claro el ex líder Hamdan Alí Mahmud Sefan, que en la película que lleva su nombre de pila recuerda sus tiempos como combatiente y prisionero. Pero en La familia... Abubakar se recorta con claridad, y no a solas, en unas pocas escenas, que comparte con su madre o su familia de nueve hijos. En las más significativas del opus 4 de Solá, el protagonista es en cambio la multitud chechena.
Con la única excepción de Hamdan, estructurado a partir de la palabra del protagonista, los otros dos documentales que Solá filmó hasta el momento responden a la vertiente observacional de ese campo, con el realizador plantando la cámara ante una situación determinada (un barco pesquero en Caja cerrada, las salinas norteñas en Mensajero) y registrando determinadas acciones o imágenes, sin ninguna otra intervención (voz en off, carteles informativos, cabezas parlantes) que permita poner lo filmado en contexto o en relación. Es lo filmado en estado puro. Aunque no exactamente crudo, en tanto la técnica es de una alta sofisticación. Es posible que esa sofisticación alcance en La familia chechena su punto más alto, tanto en términos fotográficos –con un HD de altísima definición, una notable iluminación en exteriores y un exquisito manejo de luces y sombras en interiores– como de montaje, pasando de uno a otro personaje en las complicadas escenas de masas. ¿Está mal filmar a un pueblo pobre con una técnica rica? No. Lo que estaría mal sería hacer ostentación de riqueza cinematográfica. Y Solá no ostenta, usa en beneficio narrativo.
La modalidad narrativa que el realizador vuelve a aplicar en su nuevo documental es la de la macrosecuencia, que ya había utilizado en Caja cerrada y Mensajero. En este caso son dos macrosecuencias, que ocupan casi la mitad del metraje y en las que Solá echa toda la carne al asador. Se trata de dos escenas de la clase de baile colectivo conocido como Zikr, una danza religiosa sufí practicada por los musulmanes chechenos. El baile es una especie de pogo místico, si se permite la analogía, con cientos de personas reunidas practicando unos pasitos cortos en el lugar y combinando jadeos apagados con mantras. Lo cual, sumado al siseo producido por el roce de los pies sobre el suelo, va generando un efecto de trance que se completa con un fuerte sacudón continuo de las cabezas, de arriba hacia abajo. Ambas secuencias duran entre diez y quince minutos cada una. Lo cual no es ningún capricho, sino la clara decisión del realizador de no limitar la secuencia a ser mirada, sino a ser vivida. Esto es, permitir que el espectador se asome aunque sea (más que eso no puede hacer, sentado en la butaca) al estado de trance en el que entra esta gente, no se sabe con cuánta frecuencia. ¿Una vez por semana, por mes, por año?
¿Y para qué sirve asomarse a esa sensación? Para advertir que deben ser importantes los problemas de este pueblo, si necesitan expurgarlos con esta intensidad. ¿Problemas actuales o milenarios? Tampoco se sabe. Sí se sabe, porque la cámara lo muestra, que las noches de la ciudad de Grozny parecen húmedas y neblinosas. Los edificios, tristes y solitarios. Y que los sufrimientos de esta gente no son de ahora: la madre de Abubakar, internada con un problema en una pierna, recuerda ante su hijo cómo se la lastimó, en medio de las conflagraciones ocasionadas por su deportación, en 1948.