La fiesta de la vida, una comedia francesa, de esas que son sólo un número taquillero y puro olvido al dejar las salas, se estrena en las pantallas argentinas.
No podemos juzgar una filmografía nacional apenas por lo poco que llega a nuestros cines pero las últimas comedias francesas universalizadas bajo la óptica de la fórmula yanqui ya nos predisponen mal. Y si le agregamos que la idea de marketing rescata como logro el número de entradas vendidas ya nos posiciona en un producto alejado de cualquier atisbo artístico.
El dúo de directores Éric Toledano y Olivier Nakache (Amigos intocables) vuelve a recurrir a los clichés para construir una historia “sensible y divertida”. O lo que ellos suponen que es eso. Una comedia coral con personajes de todo tipo, relaciones y secretos que se desandarán durante una fiesta de casamiento en un castillo de la campiña francesa.
Max (Jean-Pierre Bacri) tiene a su cargo una empresa de catering y eventos, y esa noche, mientras espera la que será su última fiesta al frente de la organización, todo lo que puede salir mal saldrá peor. Mentiras, engaños, parejas que se hastían de ser ocultadas, otras que se inician, empleados en negro, fotógrafo termita, cantante mañoso y novio con ínfulas se unen para acercar gags viejos, chistes que no funcionan o apenas consiguen un mohín del espectador, emociones livianas más cercanas a la sensiblería y mucho ruido y pocas nueces.
La fiesta de la vida es un aburrimiento -como el que depara el discurso del novio-, fruto de un guion previsible que manipula el drama y la comedia, aportando miradas “profundas” sobre la vida de hoy, con personajes estereotipados (en manos de un reparto actoral que da pelea) y una puesta en escena básica y simplona. Una película anodina, olvidable, repetida.