Puro cine Ambiciosa. Arriesgada. Épica. Inclasificable. Acto de amor puro al cine. La Flor (2018), con sus 840 minutos de duración, es una experiencia cinematográfica única, un manifiesto, y una propuesta que debe ser vivida en una sala para perderse y encontrarse en la multiplicidad de historias y sentimientos que Mariano Llinás y el grupo Piel de Lava provocan. Seis historias que no siempre tienen interrelación entre sí, presentadas en tres segmentos diferentes, para facilitar su visionado, conteniendo cada uno en sí mismo la clave y la locura que encierra esta obra sublime, exagerada, que destila ingenio en cada uno de los planos que propone y, principalmente, cine y mucho más cine en cada historia separada que dispara. Mariano Llinás apuesta a la forma, y también a la exploración del soporte y el dispositivo para provocar y estimular a su espectador. El sonido que va y viene, el sonido que desaparece, las texturas que configuran la consistencia pictórica de las imágenes, todos datos a tener en cuenta para comprender el sentido final de la obra y su función dentro de cada microrrelato. La desmesura como estandarte para ir sembrando la necesidad de continuar avanzando en la experiencia propuesta, un juego casi masoquista, en el que a pesar de saber la duración, en la multiplicidad de sentido, poesía, solvencia, precisión y seguridad, la película, como ya pasaba en Historias Extraordinarias (2008), supera ese dato temporal transformándolo rápidamente en una anécdota. Llinás juega con el espectador, narra con su voz áspera en off, grita, se enoja, y, cuaderno de anotaciones mediante, lo interpela y le exige que esté atento a todo, nada es menor en la configuración de la obra que presenta, y se lo hace saber, y hasta le agradece el acompañamiento. La duración es un dato superado por la inmensidad de la obra que se propone porque La Flor es superior al espacio y el tiempo que necesita para resolverse. La cuarta pared se suma como uno de los elementos más significativos dentro de ella, y como el director lo sabe, juega con él, lo espabila, lo llama, le dice que falta cada vez menos, utiliza su cuerpo y por momentos lo intercambia con el de Walter Jakob, alterna con Verónica Llinás la narración, descansa de la épica, corre a Piel de Lava del centro de la historia, y se prepara para el acto siguiente. La Flor es una historia de empoderamiento para sus protagonistas, con rasgos notoria y predominantemente feministas, superando cualquier encasillamiento que se le quiera hacer. La conexión y cercanía con los actores y personajes, principalmente con el grupo Piel de Lava (Elisa Carricajo, Pilar Gamboa, Laura Paredes, Valeria Correa) como la proliferación de géneros que van pasando (western, fantasía, suspenso, acción, drama, comedia, etc.), que atropellan a los actores, construyendo en la reinvención de estos y La Flor nuevos relatos que exigen atención, pero que también, al compartir la pasión por ellos, trascienden su origen y su progresión dramática. Mujeres que luchan por su lugar en el mundo, asesinas, luchadoras, épicas, campestres, el misterio tras un escorpión, falsos gauchos que enamoran a visitantes, la mosca tse tse y su efecto, la guerra fría, espías, una dupla de asesinos que se aman en secreto, el comunismo, el frío, la nieve, las investigaciones, las conspiraciones, los trenes, sólo algunas ideas que el guion va desarrollando y los trabaja de manera completamente diferente para también sorprender al espectador. La autorreferencia, la exposición del trasfondo del rodaje, la distancia con el soporte, el acercamiento al dispositivo técnico, la expulsión de las protagonistas en algún momento, su crecimiento, en todo sentido, sus transformaciones, convocan a la reflexión y a la necesidad de asir, al menos por un instante, la posibilidad de perpetuar los 840 minutos en anécdotas que trascienden ya la obra y que reafirman a Mariano Llinás como un monstruo del cine argentino y mundial.
611 palabras para analizar La flor es como mínimo un juego perverso del destino. ¿Cómo escribir sobre un film cuya duración alcanza los 840 minutos? ¿Por cuál de sus historias empezar? ¿Por la de la momia, por la de un cantante popular, por alguna de las tantas historias de espías que se pasean por la provincia de Buenos Aires, Londres o Budapest? En La flor hasta hay un episodio que incluye a Margaret Thatcher. Es que en este desbordado filme de Mariano Llinás pasan tantas cosas como en Las mil y una noches, pero ni siquiera se puede apelar como signo de reunión del todo al leitmotiv de Scheherezade contando infinitamente una historia tras otra para detener su ejecución.
Catorce horas no hacen un río En Evasión y otros ensayos, César Aira incluye uno sobre Salvador Dalí donde habla de la diferencia entre talento y genio. Dice Aira: “El talento hace lo que puede. El hombre de talento puede hacer lo que se propone, y si tiene mucho o muchísimo talento puede todo o casi todo; esto se refiere a lo que quiere hacer, es decir a hacer la realidad, a plasmar en realidad, lo que ha pensado o imaginado… En cambio el genio hace solo lo que puede: está obligado a hacer lo que le manda su genio, pues él no es un mero superlativo de la habilidad o el talento: él está poseído por una fuerza sobrehumana que lo domina… Con esa sumisión paga la admiración, la devoción con la que el consenso universal lo ve… Está sometido a su genio.” Después de leer a Aira y ver La flor, pensé que Mariano Llinás era un genio. Efectivamente, está dominado por una fuerza sobrenatural que lo lleva a hacer cosas distintas a los otros cineastas: películas de catorce horas, relatos en los que todo se cuenta en off, voces dobladas a idiomas extranjeros, pantomimas que recrean obras famosas, textos apócrifos ilustrados en imágenes, una secuencia de títulos de más de media hora entre otras invenciones que podrían ser consideradas simples extravagancias si Llinás no fuera un genio en el sentido aireano de estar poseído por una fuerza incontrolable. En cuanto al talento para el cine, Llinás no carece de él, aunque no lo tiene en abundancia. Uno diría que su veta natural es la literatura, aunque hay un gran equívoco en torno a ese punto. En principio porque su talento no se expresa en novelas, poesías o ensayos sino en guiones, parlamentos y textos de películas propias y ajenas (hay, por ejemplo, uno notable sobre el pintor Cándido López en El cielo del Centauro de Hugo Santiago). Llinás tiene una gran capacidad para imitar registros de otros, desde ese tono borgeano del que ha abusado un poco, a la enunciación wellesiana del noticiero que inaugura El ciudadano con esa voz estentórea y algo paródica. De todos modos, la capacidad de trabajo de Llinás le permitió progresar en la artesanía propia del cine para rellenar los huecos que su genio hiperbólico propone para convertirlos en película. Recuerdo por ejemplo que Balnearios, su primer film, se proponía originalmente como una detallada taxonomía de todas las clases de balnearios de la Argentina; después lo redujo a proporciones manejables y le agregó pasajes de ficción. Lo mismo ocurre con La flor: el proyecto de reunir en un solo film pequeñas historias de género clase B enrarecidas por la violación de algunas convenciones (la ausencia de final, por ejemplo) requiere de un talento superlativo para que el conjunto tenga la frescura y la creatividad necesarias para sostenerse. Pero las historias que componen las catorce horas que dura La flor no son tan fluidas y pertinentes como lo fueron en su momento las “B movies” en manos de sus mejores artífices. Llinás no es Ulmer ni Tourneur y en cambio se dedica a parodiar el género. Sin embargo, la acumulación y la desmesura propias de su genio contribuyen a sostener el gran formato y disimulan la relativa inanidad de cada uno de los episodios tomado aisladamente. La duración le permite, entre otras cosas, entrar y salir de la narración en primer grado mediante la parodia, el pastiche, la torpeza deliberada (una momia que no asusta a nadie, para poner un ejemplo). A veces, Llinás se acerca a Ed Wood, pero en ese registro extragrande y de segundo grado, disimula lo que en otro contexto serían simples fallas. Su genio, como el de Welles, se manifiesta en esa ambigüedad permanente de la que solo el realizador tiene la clave. Claro que la clave para F for Fake (película trabajada hasta el paroxismo en su brevedad) y la clave de La flor (trabajada mucho más en extensión que en intensidad) son muy distintas. Vi la primera parte de La flor hace un año y medio, durante el festival de Mar del Plata 2016, en una función programada por sorpresa que desató una gran expectativa. No fue una experiencia grata. A pesar de algún hallazgo ocasional, las imágenes me resultaron feas y las dos historias bastante tontas. En el recuerdo, me molestaron la misantropía, la aceleración de los personajes y una serie de rasgos caprichosos, como el de doblar a una de las actrices para hacer de catalana sin necesidad. Aunque los incondicionales de Llinás festejaron aquella proyección como si fuera un gran logro, el ambiente a la salida fue de decepción y de cierto hartazgo ante cuatro horas poco estimulantes. En cambio, la presentación de la película entera en la competencia internacional en el Bafici 2018 fue un éxito estratégico en el que el previsible premio a la mejor película fue menos importante que el haber impuesto un concepto. Dos factores ayudaron a que lo de Mar del Plata no se repitiera y que la sensación en el ambiente fuera otra. En primer lugar, las segunda y tercera partes están más logradas que la primera: su entramado, su artesanía, es de una calidad mayor. La segunda parte se mueve en un territorio que Llinás exploró en Historias extraordinarias: la fuerte presencia del relato en off con los actores poniendo el cuerpo y distanciándose de una dramaturgia convencional (casi podría decirse que Llinás elige buenos actores para que no actúen). Pero comparado con Historias, el único episodio de la segunda parte mejora como ilustración fílmica de un relato oral. Es una historia de espías y agentes secretas autocontenida, que con un final cualquiera (los cuatro episodios de género de La Flor quedan inconclusos como si fueran capítulos de un viejo serial) podría resistir como película única. Detrás de la segunda parte de La flor hay un concienzuda lectura de las novelas de espionaje de John Le Carré, que cristaliza especialmente en el monólogo que hace Rafael Spregelburd sobre los traidores. En otra de las elecciones excéntricas de Llinás, Spregelburd está doblado al inglés, como otros actores están doblados al francés, al ruso y hasta a un español centroamericano. Pero nuevamente, una idea absurda funciona mejor repetida que aislada y el resultado es mejor que en la primera parte: es otra herramienta para el distanciamiento dramático y para que la voz en off del propio realizador y de su hermana Verónica conduzcan y controlen la narración. El otro factor que le da a la película completa un interés superior al de la primera parte aislada, es una gran idea de guión que le permite aumentar su profundidad estructural y su volumen narrativo para salir parcialmente del esquema de las historias desconectadas. Al principio de la tercera parte hay un giro que ocupa todo el cuarto episodio y le da a La flor un sentido ficcional unificado, el centro con el que se conecta cada pétalo en el esquema de la película. La idea metaficcional es que las historias parciales independientes son instancias de una batalla épica entre el director y las cuatro actrices principales (Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes). Esa tercera parte empieza con un conflicto en el rodaje de la propia película, donde en medio de un caos generalizado y música disonante, las actrices se amotinan contra una nueva productora cuya misión es ponerlas en vereda. En clave cómica, es la única escena plenamente actuada de la película: en castellano, con parlamentos, sin voz en off ni doblajes, con personajes algo grotescos pero verosímiles. Luego, la narración se bifurca. Por un lado aparece un nuevo episodio fantástico que empieza en Canadá sobre árboles que caminan. Por el otro, se ve al director de la película (interpretado por Walter Jakob, quien imita corporalmente a Llinás) y su equipo técnico en una excursión para filmar árboles en la Provincia de Buenos Aires, como un intento de deshacerse de las actrices y darle un giro distinto a la película. Es la guerra. Las cuatro mujeres (más la productora real de La Flor, Laura Citarella) resultan una secta de brujas con maléficos poderes que atentan contra sus enemigos. Pero las dos ramas de la historia se conectan mediante una tercera línea narrativa: un tal Gatto, enviado de un misterioso organismo internacional, llega al país para investigar un posible ataque de los árboles y se encuentra con que los técnicos están internados en un manicomio (antes se topa con un grupo de tipos sórdidos y desagradables, de la clase que uno no quiere ver en el cine y que parecen ilustrar alguna idea oscura). En ese contexto aparece también un italiano del siglo XVIII al que las mujeres no pueden resistirse. Podría ser Giacomo Casanova, a quien Jakob llega rastreando los libros que le permiten descubrir que sus actrices y sus conjuros tienen antecedentes en las memorias del gran seductor veneciano. Ese cuarto episodio es una gran puesta en abismo de la narración y el resultado es divertido. La batalla metafísica entre el director y sus actrices podría terminar en un curioso pasaje bucólico en el que la cámara las muestra individualmente en medio del campo, en una actitud desafiante y hasta sexualmente provocadora. Pero la película tiene dos episodios cortos que terminan completando su duración. En el quinto, las actrices no participan y es una recreación de Une partie de campagne, el mediometraje de Jean Renoir. El sexto es la ilustración de un texto apócrifo de una supuesta maestra inglesa de 1900, que tiene ecos de Hudson y Mansilla y habla sobre cuatro cautivas que escapan a los indios y atraviesan un río. A Carricajo, Correa, Gamboa y Paredes se las ve a la distancia, bañándose desnudas, pero borrosas mediante un dispositivo que altera las imágenes. Es un pasaje agradable del film y un homenaje generoso de Llinás a sus actrices luego de no haberlas dejado actuar (en algún caso, ni siquiera hablar). Luego viene la insoportable secuencia de títulos, en las que a una música machacona se agrega una canción que pretende ser graciosa sobre imágenes apacibles que podrían haber subsistido sin ese bochinche. Entre los logrados episodios cuarto y sexto, aparece lamentablemente el quinto. Esa remake de Renoir (imposible evitar la comparación y su evidente resultado) es aparentemente inexplicable. Como dije más arriba, la clave de los designios de Llinás es misteriosa, pero creo entender qué intentó aquí y que logró. Como Llinás es un genio, siente que está llamado a reinventar su disciplina, es decir, a mostrar que es el primer artífice de un cine nuevo. Y por eso toma a Renoir, a quien reconoce como un maestro del cine viejo, como parámetro para ilustrar el nuevo punto de partida. El argumento de Une partie de campagne es el siguiente: una familia va a pasar el día en las afueras de la ciudad junto a un río. El padre es un comerciante más bien tosco; su mujer y su hija adolescente sueñan con vidas más románticas, especialmente la chica, destinada a casarse con un pelmazo afeminado que las acompaña. Dos jóvenes del lugar, tan solos como ellas, mandan a pescar a los hombres y se quedan con las mujeres. Entre la hija y su acompañante surge un amor que se interrumpe cuando el día de campo llega a su fin. Esa es la versión de Renoir. Llinás sustituye al marido y al futuro yerno por un padre divorciado con su hijo pequeño. Los galanes están ahí, disfrazados como los actores de Renoir. Las mujeres siguen siendo madre e hija, pero están solas y buscan (especialmente la madre) un encuentro sexual. Lo logran, pero al final se separan de sus amentes sin consecuencia alguna. La versión de Llinás es muda salvo por un pasaje en el que se oye la banda sonora del film original. En el medio, hay una vistosa exhibición aérea. Renoir filma la historia en clave de comedia, con momentos de parodia (especialmente en torno al yerno y el marido). Llinás hace una parodia de la parodia: los actores exageran los gestos, la dramaturgia tiende hacia lo burdo. Llinás parece estar diciendo que en los tiempos modernos, las claves emotivas y estéticas de Renoir son imposibles de sostener, acaso ridículas. Que ahora, lo que una película puede contar es otra cosa. En Une partie de campagne de Renoir hay una historia de amor entre un proletario del campo y una chica de clase media de la ciudad. Las circunstancias interrumpen una relación que obedece a los deseos de ambos de tener otra vida y con quien compartirla. El deseo está en el aire en sus formas más delicadas. La versión de Llinás es argumentalmente fiel, pero a la manera de un Pierre Menard cinematográfico. Las formas del deseo son ahora más bien groseras y el amor desaparece de la escena. De hecho, no hay un minuto de amor en las diez horas que vi en el Bafici. En el episodio de los espías, hay una supuesta historia romántica entre dos agentes que comparten varias misiones haciéndose pasar por un matrimonio. Duermen juntos, el relato en off nos dice que ella se enamora de él, pero el sexo no se concreta, tal vez porque el hombre es gay o impotente. La flor es una película más bien pacata en lo sexual pero, ante todo, parece tener fobia a mezclar amor y sexo: hay orgías o relaciones platónicas, pero nunca continuidad entre los dos planos, como si la afinidad natural entre ellos hubiera quedado sepultada junto con el cine de Renoir y ahora se tratara de otra cosa, de una forma peculiar de represión artística (entre paréntesis: casi no hay historias de amor en el nuevo cine argentino y me parece que ninguna fue filmada por El Pampero). Si no hay amor en La flor, tampoco hay naturaleza. Esta es otra constante de la película. Aunque Llinás filma casi todo al aire libre, su relación con la naturaleza es hostil o utilitaria (como se supone la de los gauchos) y queda excluida como objeto de contemplación. Curiosamente, cuando el guión lo lleva a mostrar un bosque de altos árboles, el texto (que luego se repite) la emprende contra ellos como enemigos que se abusan de haber llegado antes al planeta que los humanos. La idea se podría interpretar como una imprecación contra Renoir por haber llegado antes al cine. El equipo de Jakob-Llinás filma árboless como una cuestión taxonómica, nunca estética, mientras que en una discusión con el camarógrafo, el director y él concluyen que ningún plano de un lapacho les queda bien. Si Une partie de campagne tiene algo que no envejece, son los planos del río de Renoir. Son momentos de una belleza y un lirismo imprescindibles en la historia del cine. A la hora de buscar lo bello, Llinás no filma el río sino los aviones, como si prefiriera la tecnología a la naturaleza. El futurista del cine tiene rasgos del futurismo del pasado. Une partie de campagne es de 1936, un año anterior a La gran ilusión, un gran esfuerzo de Renoir contra la guerra. La naturaleza y la reconciliación de los enemigos son afines a su poética alegre. La de Llinás, en cambio, es sombría, está estructurada en base a disputas y entre ellas hay una dominante: la de su patria chica bonaerense contra el resto del mundo. Su particular refundación del cine parte de una idea nacionalista. Ese territorio que un europeo no reconoce, como le ocurre al científico secuestrado en el tercer episodio, ese mundo con su propio cielo, tiene propiedades que lo hacen especial, distinto, superior a los otros lugares medianamente civilizados del orbe. Es un lugar ninguneado, pero que puede contener a los demás. Especialmente a Europa, porque con los Estados Unidos Llinás tiene una relación de rechazo que se manifiesta en dos o tres parlamentos desaforados a lo largo de la película. Hay en su proyecto cinematográfico algo de “Pampa Über Alles” (que la productora de Llinás se llame “Pampero” no es una broma), algo que excede una aspiración a ser reconocido y diferenciado (como en la escena en la que el científico secuestrado escucha la radio y se admira del folclore argentino pero manda apagarla cuando aparece una cumbia) y alcanza la pretensión de manipular al resto, como la voz en off que se erige sobre los idiomas que hablan los protagonistas. Llinás no filma para complacer a los extranjeros sino para hacerlos aceptar la superioridad de la Provincia de Buenos Aires, de esa cultura entre civilización y barbarie que fascinó su infancia. Dos veces a lo largo de la película, usa el procedimiento de poner a un extraño frente a una situación que no reconoce. Una es la del secuestrado, perplejo frente a las costumbres y características topográficas de la pampa húmeda, un lugar que logra ubicar en el mapamundi (finalmente, en la escena más lírica de La flor, deduce que está en el Sur y no en Europa por el cielo y sus estrellas). En la otra, Gatto encuentra el diario del director de la película, que contiene sus anotaciones y esquemas para el rodaje. No entiende de qué se trata, pero intuye que es una especie de guión. Sin embargo, descarta la idea porque “así no se hacen las películas”. Un extraño no entiende cómo es este país, el otro no entiende cómo es el cine que se practica en este territorio semisalvaje. La flor es un manifiesto cuya longitud alevosa intenta llamar la atención sobre su carácter fundacional. Quien se acerque a él, podrá tratar de entender cómo es que conviven en ese espacio la nostalgia por el comunismo con la devoción por el Gauchito Gil. Muchas veces, el genio tiene pulsiones ideológicas contradictorias. Y a ellas también se debe. Hay un problema con La flor. Es sin duda un hito en la historia del cine argentino, aunque sea por su duración. Pero no es solo eso. El genio de Llinás puede producir películas diferentes al resto, trabajarlas con los elementos que tenga a mano, enfrentar la restricción de recursos y tratar de hacerlas lo más complejas, variadas y atractivas posibles. Sus mejores momentos son brillantes y deslumbran por su ingenio y su libertad creativa. Su intento de conquistar el mundo puede asombrar a espectadores y críticos extranjeros que nunca vieron la conjunción entre un país y un cineasta semejantes. Pero catorce horas sin ternura, catorce horas que pueden tener humor e inteligencia pero que están siempre transmitiendo una tensión forzada y rehúyen de la amabilidad y la serenidad son demasiadas horas. Sin que el espectador advierta lo que le ocurre, el cine de Llinás se niega a construir con él un vínculo amistoso que no sea el de la admiración unilateral. La flor puede deslumbrar por sus conceptos, pero es difícil fundar un cine sin imágenes y sonidos que nos acaricien y nos acompañen como el río de Renoir. Durante las catorce horas de La flor viví momentos mejores que otros, pero varias veces me asaltó la duda de por qué estaba viendo una película semejante.
Ambiciosa antología que a pesar de sus sólidas actuaciones, no puede evitar caer en el tedio. La película de más larga duración de la historia del cine nacional. La película más convocante del BAFICI 2018. Un ambicioso experimento narrativo, cuya primera parte ha sabido cosechar elogios durante la edición 2016 del Festival de Cine de Mar del Plata. Ahora, La Flor en su totalidad ha llegado y la pregunta es si está a la altura de toda la expectativa creada alrededor de ella. La Flor, las partes La Flor es una antología que contiene seis historias sin conexión entre ellas. Para hacer adecuada justicia a las virtudes y defectos de este tan extenso como desafiante espectáculo, separaremos el análisis en tres grupos tomando en cuenta las pautas narrativas instaladas por Mariano Llinás al principio de la película, literalmente, ya que lo primero que vemos es al propio director explicando las reglas del juego. Hay quienes dirán que esto es como explicar un chiste, pero yo lo veo más como un, valga la frase hecha, “el que avisa no es traidor” Bloque 1: 4 Historias que empiezan y terminan a la mitad El más conflictivo de los bloques, donde para apreciarlo es fundamental prestar cercana atención a lo que dice Mariano Llinás en su prólogo. Si se deja de lado esto, se puede creer con facilidad de que hemos caído en un anticlímax (que lo tiene y a la vez no, por estar este fuera de campo) cuando en realidad Llinás nunca nos prometió un clímax, al menos no en el sentido de una narración tradicional donde todos los arcos de personaje terminan y se resuelve el conflicto principal. La clave para esta sección del experimento narrativo es entender el concepto de “Clímax a Mitad de Acto”, lo que en teoría del guion se conoce como Punto Medio. Es decir, una falsa victoria o derrota del objetivo principal que se produce habitualmente a la mitad de una película. En el caso de este Bloque de La Flor, ¿qué viene después de ese punto medio? No lo sabremos nunca. Pero en cada una de las historias de la sección, la narración se las ingenia para terminar de una forma que esa interrupción, aunque advertida, no parezca abrupta y sea satisfactoria dentro de sus términos (cuando estos funcionan, porque hay episodios donde esta técnica le juega en contra). Para más detalles ahondemos en los episodios que componen este bloque de inconclusiones. La primera historia es la típica maldición de una momia que se posesiona de una científica y los intentos desesperados de sus compañeras para anular dicha maldición. En este caso, la posesión de la compañera es lo que encuentra una resolución, pero lo de la momia deja entrever un conflicto mucho más grande, que vendría a ser el principal de haber elegido contar el resto de la historia. Es, de todas las historias, la más lograda y la que tiene un procedimiento notoriamente clásico, dándole un tinte tan moderno como autóctono a esas películas de serie B de los años 40 a las que pretende evocar. La segunda historia es la de un dueto musical, con clara base en Pimpinela, y lo que ocurre cuando el vocalista masculino se va con otra cantante. Dicho abandono despierta la ira de la socia que fue dejada atrás, procediendo luego a un racconto de cómo esa pareja se conformó. A diferencia de la anterior que tiene una trama más directa, acá se animan a mostrar una subtrama sobre una sociedad secreta que consume veneno para escorpiones en busca de la eterna juventud. Es aquí donde el relato favorece en iguales niveles al desarrollo de la trama y al de los personajes. Inicialmente uno podría creer que no tienen conexión la una con la otra, más allá de un personaje que aparece en ambas líneas. No obstante, ambas líneas se terminan tocando e incluso colisionando (siguiendo una clara tradición del Punto Medio), pero es una conexión cuyo por qué no sabremos en profundidad por las reglas claramente establecidas. Por otro lado, se produce un duelo musical que sirve apropiadamente como clímax narrativo según los términos propuestos por el film. La tercera historia es la de un grupo de espías que responde a un hombre llamado Casterman, quienes tienen el deber de secuestrar a un hombre. Lo que no saben es que su empleador ha enviado a un segundo grupo de asesinas para sacar del camino a las primeras. Mientras esperan, el espectador es introducido a la historia personal de cada una de las integrantes hasta el momento que Casterman entra en sus vidas. Es la más larga de todas las historias, con 6 horas de duración, siendo en esta instancia donde la película empieza a priorizar el desarrollo de personajes por sobre el de la trama, cubierta solo en lo necesario. Dicho desarrollo de personajes, que no podría ser más pleno, trae como colateral la desventaja de alcanzar en no pocas ocasiones niveles de tedio. La voz en off domina todo, dando la sensación más de estar leyendo una novela que de estar viendo una película. Sin embargo es, de todas las historias, incluso siendo una de las que termina a la mitad, la que está en mejores condiciones de ser su propia película más allá de la asociación que tenga con esta antología como un todo. La cuarta historia trata del rodaje de una película. Su director prefiere filmar un montón de árboles que a sus actrices, sin saber que estas le guardan un secreto. Paralelamente cuenta la historia de un investigador, Gatto, que se cruza con el diario del cineasta cuando este desaparece y sus colegas son sumergidos en la locura. Acá es donde cualquier clasicismo es hecho a un lado y la película empieza a abrazar la experimentación, lo que contribuye a que sea el más desordenado de los relatos. Donde el tedio se siente más fuerte. Donde más se divaga. Donde parece no apuntar a nada. Es acá donde la promesa de terminar a la mitad hace más daño que beneficio. Particularmente porque pasado su “final” se mete en una sucesión arbitraria de imágenes de las actrices, una sucesión que no tiene otro propósito que mostrarlas a ellas. Un relleno injustificado. Bloque 2: 1 Historia que empieza y termina. La quinta historia es la adaptación de una película francesa antigua basada en un relato de Guy de Maupassant, Une Partie de Campagne, donde dos hombres intentan conquistar a una hija y su madre. Uno de ellos tiene éxito en la conquista con bastante facilidad, mientras que el otro lo tiene un poco más complicado. En esta instancia, Llinás rompe su contrato, porque a pesar de habernos prometido que las historias no tenían otra cosa en común que las cuatro actrices, en esta historia no aparece ninguna de ellas. Más allá de esta ruptura es un desarrollo narrativo decente, que incluso puede sacar algunas risitas; pero puntualmente, al ser una historia muda todo avance narrativo es motivado exclusivamente a través de las imágenes. Una historia muda, y cuando se dice muda lo es en el sentido más pleno de la palabra: no hay sonido alguno. Una instancia donde la sala es absolutamente sumida en el silencio. Hay que darle la derecha a Llinás que le escapo al cliché del pianito o el violincito que suele tapar esta “falencia” cada vez que se ve una película muda. Busquen Viaje a La Luna de Georges Melies en YouTube y se van a encontrar que cada copia del corto tiene músicas diferentes. Lo que buscó Llinás era sumirnos en la experiencia completamente desprovista de sonido que implicaba ver una de estas películas en esa época, por primerísima vez, aunque el enfoque que él aplica sea más moderno y un poco más extenso que en esos tiempos. Bloque 3: 1 que empieza a la mitad y termina la película La última historia que empieza a la mitad y termina la película cuenta la historia de unas cautivas del Siglo XIX que huyen de sus captores. Más que ser un in media res, no es ni siquiera la segunda mitad de un segundo acto, no es siquiera un tercer acto. Esto es lo que ocurre después del clímax. Cualquier acción que haya llevado al mismo no la vimos ni la veremos. Es un segmento netamente contemplativo (como todas las reflexiones finales posteriores a un clímax narrativo) que no presenta otra novedad más que la metodología de cámara oscura en la que fue filmada. El todo La duración de una película es raras veces una cuestión relevante de ser discutida en profundidad. Habitualmente, las palabras a ser escritas sobre ese tema quedan reducidas a expresiones de una o dos palabras para expresar si el paso del tiempo fue dinámico o tedioso. La opinión sobre esto en películas que tienen incluso hasta 3 horas de duración puede darse el lujo de ser así de sintética, reducida y hasta incluso limitada. No obstante, La Flor es una película de 14 Horas, repartida en tres funciones (con intervalos desde luego) de 4, 6 y 5 horas respectivamente. Lo que lo hace una experiencia cinematográfica, más allá de la opinión laudatoria o no que se tenga sobre el resultado final. Visto en retrospectiva, la curva vendría así: La primera parte (Ep. 1 y 2) empieza promisoria, pero entrada la segunda parte (Todo el Ep. 3) es cuando el ritmo comienza a decaer lentamente (a pesar de tener un muy buen desarrollo de personajes), y ya con la tercera parte (Ep. 4, 5 y 6) incurre en un divague que sumado al ritmo cansino cosechado termina echando por tierra cualquier posibilidad de llegar a un buen puerto narrativamente hablando. Respecto a las intervenciones del director en carácter de presentador (que no es una, sino tres diseminadas a lo largo de la película) debe decirse que la primera es tolerable por establecer las reglas del juego, pero las otras dos no están justificadas. Se agradece la buena onda en su tono, felicitándonos por nuestro aguante, pero estas dos presentaciones extra le meten un tinte explicativo al recorrido que no hace falta. Un Reparto de Notables Si hay algo por lo que destaca meritoriamente La Flor, si hay un único aspecto sin fisuras de ningún tipo, es la extraordinaria labor de sus cuatro protagonistas que atraviesan una variedad abrumadora de registros. Por ejemplo, la que era una chica inocente en un episodio, en el siguiente se vuelve una femme fatale. Cada una se adentra en cada registro de forma completamente natural, adoptando inmediatamente la vida interior de ese personaje. “Esta película es sobre ellas y de algún modo es para ellas” dice Llinás en el prólogo y no podría estar más de acuerdo. La Flor es un enorme testimonio al talento y la versatilidad de estas cuatro actrices. Los directores deben tomar nota, haciendo triple y cuádruple subrayado a la hora de considerar a Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa para sus proyectos futuros. Son actrices que ya tienen cierta presencia en el panorama del cine independiente, pero lo logrado en esta película hace que el punto que ocupan en el mapa crezca a un tamaño considerable, imposible de ignorar.
El texto de la crítica ha sido eliminado por petición del medio.
La película de 14 horas del director de “Historias extraordinarias” es una serie de relatos de distintos géneros y formatos filmados a lo largo de una década alrededor del mundo. Epica por donde se la mire, compleja, fascinante y con momentos de impactante belleza, se trata de uno de los filmes más asombrosos y memorables de la historia del cine argentino. Se verá en la Sala Lugones a partir del 21 de septiembre. “Siempre de viaje” es uno de los lemas de Mariano Llinás y sus socios en la productora El Pampero. El movimiento como solución creativa y la peripecia como dispositivo vital. Lo ha sido siempre (HISTORIAS EXTRAORDINARIAS es casi una oda a las rutas de la provincia de Buenos Aires) y lo es más ahora, en LA FLOR, en la que ese viaje parte de esa misma provincia a la que el director sabe sacarle belleza donde muchos solo vemos chatas llanuras y se extiende hacia el mundo, de París a Siberia, del Este de Europa a América Latina, y también al resto de la Argentina. LA FLOR es una saga de seis películas de distintos formatos, géneros, temas y duraciones unidas por una serie de constantes: las cuatro actrices de Piel de Lava (Pilar Gamboa, Laura Paredes, Elisa Carricajo y Valeria Correa) que protagonizan cinco de ellos; la idea de la aventura (el tercer episodio, toda una novela de espías que envidiría el propio John Le Carré), el recorrido y la fuga (el sexto episodio, de formato experimental, sobre un grupo de cautivas), y ese constante movimiento devenido en trama, conflicto, ficción, ficción, ficción. Solo en un momento (durante una buena parte del cuarto episodio), Llinás aparenta romper el dispositivo y deja correr una serie de ideas modernistas que hacen eco y comentan la propia película que se está filmando. Pero acaso no sea tan así: lo más probable es que sea solo otro nivel del mismo juego. Los dos primeros episodios ya fueron comentados en su momento en otro post (leer aquí) y si bien pueden ser repensados en función de haber visto el filme completo eso quedará para otro momento. Solo cabe agregar aquí sobre ellos que, junto a los dos últimos, representan un intento de Llinás de alejarse de los esquemas un poco más probados y experimentar desde lo formal. Los dos episodios siguientes mantienen cierto estilo que a esta altura se podría considerar clásico de varios filmes de la productora El Pampero. El tercer episodio, que conforma todo lo que se conoce como LA FLOR (PARTE 2), se extiende a lo largo de casi seis horas y es una verdadera matrioshka (muñeca rusa AKA “mamushkas”) de historias de espías, que parte de un secuestro y de la espera de un enfrentamiento entre dos bandos para ir desplegándose hacia el pasado y contar, casi, una historia cinéfila de la Guerra Fría. La cosa es más o menos así, como diría el director: en los años ’80, un grupo de mujeres espías secuestra o rescata a una “persona importante” y otro grupo de mujeres espías las van a buscar para quedarse con la presa. A partir de esa persecución, búsqueda y espera se empiezan a deshilvanar historias del pasado de cada una de las espías, historias que nos llevan a América Central, Londres, la Unión Soviética y, en uno de los casos, a una larga serie de países y continentes. Esos juegos narrativos tienen mucho de “tarantinescos” (difícil no pensar en KILL BILL mientras se la ve) pero también son un paseo cinéfilo por miles de películas (y también libros) de ese género, como las hechas por Fritz Lang, Alfred Hitchcock, Jean Pierre Melville y hasta la propia saga Bond. Esas casi seis horas de historias, sin embargo, son puro Llinás. Aquí regresa el dispositivo formal utilizado en HISTORIAS EXTRAORDINARIAS con las voces en off interactuando con la puesta en escena, narrando, comentando y jugando con lo que se narra. Y ese entramado de historias está lleno de bellos y potentes momentos: una historia de amor entre espías no concretada, la decadencia de la Unión Soviética, las revoluciones latinoamericanas y sus consecuencias, y el fascinante concepto de la “mosca tsé tsé” que marca a fuego uno de los capítulos y que no revelaré aquí. Solo en este Episodio III, el de las espías, hay momentos de una belleza sobrecogedora, ligada a observaciones sobre las estrellas, sobre el paisaje siberiano o sobre ese Siglo XX dividido en dos bandos claros que hoy casi se extraña. El Episodio IV es fascinante por la manera en la que una trama de una creciente complejidad está trabajada con enorme liviandad y libertad. Dura más de tres horas, podría casi ser la continuación más “natural” de HISTORIAS EXTRAORDINARIAS de todas las de LA FLOR y vuelve a hacer centro, mayormente, en la provincia de Buenos Aires. Parte de un supuesto conflicto en el rodaje entre el realizador y las actrices y se va expandiendo en abismo hacia zonas impensadas para luego regresar a sus orígenes. Digamos que este rompecabezas incluye arañas, brujas, equipos de filmación, investigadores de lo oculto, libros raros que se consiguen “por internet”, manicomios, dioses griegos, cuadernos con anotaciones confusas, al mismísimo Casanova y a lo que podría llamarse la rebelión de los árboles a los que no les gusta ser filmados y tal vez estén planeando, “como esos viejos malos que viven en un edificio hace mucho tiempo”, vengarse de los recién llegados. Esto es: los humanos. Peripecia tras peripecia, aquí la trama se vuelve sobre sí misma con una segunda parte (centrada en un investigador llamado Gatto) que recontextualiza o hace estallar por los aires la primera. Este Episodio IV culminará con algo que parece ser una dedicatoria o un poema visual amoroso a las actrices y protagonistas de LA FLOR, casi un homenaje a su esfuerzo que también puede ser visto de modo desafiante, casi una pelea por el propio control de la narrativa. La película, las películas, en definitiva, son de todos. De Llinás, sí, pero también de ellas y del equipo que las hizo y de todos aquellos que dieron años de su vida en este esfuerzo titánico de generar ficción con muy poco dinero pero con una ambición indeclinable, de esas que no conocen la palabra “imposible”. LA FLOR no termina allí. Le quedan dos episodios más (cortos, en relación a los anteriores) y una larga coda. El quinto es una película muda en la que, en plan Renoir en UN PARTIE DE CAMPAGNE –o FIESTA CAMPESTRE, como se la conoció aquí–, cuenta una historia picaresca entre dos hombres (“gauchos turísticos” encarnados por Esteban Lamothe y Santiago Gobernori) que trabajan en una estancia de provincia e intentan “enamorar” a dos turistas luchando frente a similares intentos de un rival. Sin sonido (no solo no hay diálogos sino tampoco banda sonora) salvo por una muy bella y poética danza de avionetas, es un bienvenido juego que cambia el tono del filme. El sexto episodio es igualmente breve y se centra en el relato epistolar de la fuga de un grupo de cautivas en el siglo XIX. Aquí el eje está también en la forma: filmada con la llamada “cámara oscura” (estenopeica) y proyectada sobre lo que parece ser cuero, lo que produce es un efecto visual asombroso, cercano al de ciertas pinturas impresionistas, que nos permite ver a las protagonistas viajando, bañándose en un río y recorriendo unas serranías mientras leemos el relato de sus peripecias y las reflexiones que generan. La larga coda es la secuencia de créditos finales que se extiende por más de media hora y que agrega algunas otras sorpresas y momentos emotivos. Con sus 14 horas de duración (quizás la película de ficción más larga de la historia del cine sin contar las experimentales), LA FLOR es pura épica, el deseo transformado en cine, la pasión por contar historias y, a la manera de LAS MIL Y UNA NOCHES, ser una suerte de Scheherezade que eduque al “soberano” espectador con sus fantásticas aventuras y lo vuelva más humano, más libre, más ávido de conocimiento. También, como le sucedió a la narradora de aquellas historias, LA FLOR puede ser vista como la historia de una mujer (en este caso, cuatro) que entretuvieron, humanizaron y engañaron a un rey persa durante diez años para dar como resultado una obra conjunta y un pase de magia cinematográfico que nos fascinará por muchos, muchos años.