Cuando el mundo desaparece
El sabor de la guayaba es inolvidable. Tiene gusto a recuerdo de infancia. ¿Dónde conseguir guayabas que no se haya llevado el tiempo? Quizás éste sea uno de los móviles que guarda el mismo realizador, Maximiliano González, oriundo de Puerto Iguazú, a la vez que de afectos cercanos a Rosario, donde cursara sus estudios de cine.
En el fruto se intuye un vínculo de afecto, también de desarraigo. A Florencia (Nadia Ayelén Giménez) la guayaba se le deshace entre las estrellas que solía compartir con su hermano pequeño, durante las noches límpidas, en las afueras de Puerto Iguazú. Un ritual que soñaba mañanas, promesas. Ahora dibujadas en el techo de un cuarto putrefacto, donde sus 17 años reiteran otro ritual, el de su cuerpo vejado, ultrajado, víctima de la trata de personas.
El film de González se introduce en este otro mundo que no se sitúa en confines exóticos, sino apenas a kilómetros de donde se dormía, vivía, quería. Una propuesta de trabajo que no era, el convencimiento de una familia humilde, la desaparición del mundo tal como se lo conocía. Situación que La guayaba expone desde el cruce de un umbral, la transición hacia el otro lado del espejo, una frontera que se atraviesa para no volver atrás, en donde los ánimos cambian, los rostros se enrarecen, la violencia aparece.
Si las noches eran idílicas, asociadas con el silencio de los sueños, ahora se convierten en una sola e interminable. Paredes adentro -entre chicas de suertes similares, víctimas todas de un entorno hediondo-, de a poquito se le dibuja a Florencia el rostro de su nueva casa, con sus cancerberos e inquilinos. Lo que a ella se le borra de una vez y para siempre es la sonrisa. Hasta que un accidente automovilístico sucede, y un rostro le queda grabado mientras curiosea. No sólo a ella.
El relato de La guayaba se asume, por momentos, desde un cuidado que casi atenta con el verosímil construido. Frases y réplica de diálogos que aparecen sin nexo con el entorno, dichas para el espectador.
Destaca Marilú Marini, capaz de internalizar un umbral que espeja, encarnado un límite que enhebra lo que sucede con lo ya vivido. No es la única, también está allí el "Oso" (Lorenzo Quinteros), cuyos conocimientos médicos han sido útiles en épocas pasadas, con torturas parecidas. Ahora dedicado a anestesiar y drogar niñas. Entre los dos hay miradas, y alguna exclamación que dice mucho sin necesidad de aclarar. Allí se cifra lo terrible del asunto. Y aún cuando Florencia pueda recuperar su vida arrebatada, la sonrisa le queda como un recuerdo ido.