El agudo conflicto en el foco de La guerra silenciosa es disparado por un incumplimiento: el de los directivos de una poderosa compañía automotriz que habían pactado un acuerdo salarial de cinco años con un importante grupo de obreros y cuando apenas habían transcurrido dos deciden unilateralmente cambiar las reglas de juego. Son más de mil los empleados que corren riesgo de quedar en la calle, lo que enciende una intensa batalla con la patronal y también unos cuantos chispazos internos entre los amenazados.
Stephane Brizé, cineasta que ya se había acercado eficazmente a los dilemas de la clase trabajadora en El precio de un hombre, narra esa guerra del título con una puesta en escena funcional a la tensión dominante en todo el relato: cámara en mano, registro de tipo documental, intervención de actores no profesionales.
Hay también un héroe (encarnado por Vincent Lindon con pasión y elocuencia) que lucha por no quebrarse. Y una lógica visible (la del capitalismo), cuyo objetivo de acumulación de ganancias a cualquier precio ha despertado rebeliones como la de los chalecos amarillos en Francia, donde también se desarrolla esta ficción.
Sobre el final, Brizé recurre a un golpe de efecto cuya necesidad dramática es discutible. Pero ese árbol no debe tapar el bosque: lo que cuenta esta historia es demasiado grave e importante como para detenerse en un simple detalle.