“Es una lucha”
Con El precio de un hombre, Stéphane Brizé probó suerte con el cine social. La película trataba de diferenciarse de lo que hacían otros directores como los hermanos Dardenne o Ken Loach: Brizé estaba más interesado en observar las reacciones del protagonista a su nueva situación, no quería vociferar una crítica integral al capitalismo a lo Loach ni detenerse en la precariedad material y afectiva de un mundo en descomposición como suelen hacerlo los Dardenne. El precio de un hombre estaba en sintonía con el tono más bien intimista del cine contemporáneo y, al mismo tiempo, en discusión abierta con el exceso y los subrayados del cine social europeo.
En La guerra silenciosa, el director mantiene el tema pero cambia el abordaje. El relato sigue el derrotero de un paro de trabajadores que se inicia cuando la empresa decide cerrar una fábrica en Agen después de haberse comprometido dos años atrás a mantener los puestos a cambio de rebajas salariales y de renuncia a bonos. Digo relato, aunque por momentos la película no parece querer narrar sino mostrar, seguir a los huelguistas sobrellevar el cese de actividades, mirarlos con cuidado. Hay un puñado de personajes destacados, empezando por Eric Laurent, el sindicalista que dirige la protesta, algunos compañeros suyos, un par de funcionarios y unos pocos jefes, pero no se sabe casi nada de ellos: de Laurent, por ejemplo, solo se conoce que es padre de una hija embarazada, que vive con su esposa y que debe una hipoteca. La película concibe a esos seres menos como personajes que como vectores que le permiten seguir la trayectoria del grupo.
El cine filmó muchas veces conflictos que movilizan a masas de personajes, no hay nada de nuevo en eso, pero es infrecuente el método que exhibe Brizé para reducirlos (aunque sería más correcto decir que los expande) a un montón de gestos nerviosos que expresan distintas maneras de vivir un estado de excepción. La cámara los filma casi siempre de lejos buscando capturar una mirada cómplice entre dos o más empleados, una cierta forma de moverse por entre las máquinas apagadas, o simplemente la postura en la que se espera una novedad mientras se habla con un compañero o se mira hacia cualquier lado. Este sistema arroja sus mejores resultados en las escenas de tensión física, por ejemplo, cuando los huelguistas irrumpen en una fábrica de la misma empresa en Montceau para detener la producción o cuando son echados de un edificio estatal por la policía. Esa estética del gesto se nota también en las escenas de negociación, que son las que condensan la mayor cantidad de diálogos: los razonamientos van y vienen, unos levantan la voz y se agitan, otros dan números y datos, pero la película, aunque toma partido visiblemente por Laurent y su grupo, parece menos interesada en la pelea dialéctica que en lo que la negociación misma produce en sus participantes; cómo es que la palabra compromete el movimiento de las manos y de los ojos, o en el efecto que producen los propios gestos en el interlocutor. Esto se nota sobre todo en las intervenciones de Laurent: el tipo se ofusca con facilidad, repite ideas y frases completas, sus dichos no ayudan a destrabar el conflicto (más bien lo contrario); se tiene la sensación de que a Brizé le interesara menos retratar la negociación que la transformación de Vincent Lindon, que en pocos segundos se pone rojo y venoso, se inclina sobre la mesa, abre los ojos exageradamente y habla a los gritos. La película avanza y Brizé se las arregla para sostener ese esquema la mayor parte del tiempo y La guerra silenciosa sugiere una filiación muy marcada con el tono libre y contemplativo de Una mujer, una vida antes que con la linealidad narrativa de El precio de un hombre.
El director trata de evitar el infantilismo de presentar buenos y malos, pero no siempre sale indemne del asunto: en algunas apariciones de los directivos de la empresa francesa y de la casa matriz alemana se percibe un desprecio evidente que se desprende de la soberbia y el cinismo con los que están caracterizados. Ese retrato exagerado le resta potencia al proyecto inicial porque reencauza la película en las coordenadas un poco burdas del cine social europeo, para el que resulta muy improbable, sino imposible, hablar del presente sin identificar villanos. Dentro del grupo de los huelguistas asoman algunas grietas y la película recupera algo de espesor, aunque sea por poco tiempo: las peleas al interior del grupo, con reclamos cruzados, rencores y divisiones sindicales, proveen una oportunidad para que la película continúe con su búsqueda, ahora fijándose en cómo reaccionan compañeros y amigos ante diferencias irreconciliables.
Hay una tensión evidente entre el proyecto de Brizé y la historia cinematográfica del tema: no parece sencillo servirse del molde del cine social para contar un hecho actual y, al mismo tiempo, tomar partido por una estética de la observación que por momentos roza lo experimental. En última instancia, el problema se reduce a un choque de ideas sobre el cine: décadas de películas y de mandatos respecto de cómo deben filmarse los conflictos sociales se imponen; la norma dicta que esas temas demandan seriedad, solemnidad, esquematismo, consignas simples y contundentes. El intento de filmar otra cosa como el placer de la revuelta o las gestualidades microscópicas que dispara la rebelión supone un desvío intolerable que tarde o temprano debe ser corregido, incluso en el espacio de una misma película.
Ese problema se siente con mayor o menor intensidad durante casi toda la película, pero es en el final donde todo estalla, con un desenlace inverosímil, que parece arrancado de otra película e injertado en esta. Ese desenlace confirma el malestar que se percibe el resto del tiempo, la fragilidad de una película que no termina de asumir un lugar claro y se desploma. El director parece perfectamente consciente del problema y filma el final de manera radicalmente distinta al resto de la película: el cambio brutal de registro asemeja la confesión de una imposibilidad.