El sonido de la lucha de clases
Nominada a la Palma de Oro en Cannes, la película retrata de manera cuasi realista y dolorosa la lucha de los trabajadores.
Es llamativo el título local elegido para este film: La guerra silenciosa. ¿Dónde está el silencio? ¿De qué manera? El original, En guerre, apela a la guerra en acto. Mientras ocurre. No se trata de una guerra de connotación armamentística, sino de un choque de clases. Entre la patronal y los trabajadores. Esa guerra, de silenciosa no tiene nada.
Ahora bien, no es casual que el film de Stepháne Brizé apele a imágenes televisivas como responsables de la mediación ciudadana. Toda vez que el cine mira a la pantalla chica, lo hace desde el pleito. La relación entre ambas no es la mejor, se sabe. Si la televisión es la encargada de registrar y comunicar lo que esta "guerra silenciosa" provoca, seguramente lo haga desde la inmediatez que la caracteriza, por fuera de la meditación que el cine tiene. El pensamiento y la reflexión no suceden de modo rápido ni espontáneo, también se sabe.
De este modo, poco se puede confiar en esas imágenes. El cine tiene talante suficiente para decirlo. Películas que registraron y recrean la lucha de la clase trabajadora hay muchas, alguna notables, con directores de sensibilidad auténtica. Con Stepháne Brizé habrá todavía que ver cómo sigue el asunto. Eso sí, hay un film excelente que le acompaña: El precio de un hombre. Entre aquél y éste, el actor Vincent Lindon aparece como nexo esencial, porque es su rostro (labrado para el cine) y la asunción que del dilema lleva a cabo con todo su cuerpo, los que hacen a estas películas posibles.
Lindon encarna aquí a Laurent, un sindicalista de años y luchas encima. Lo delata la edad, el nieto por venir, la adulación de algunos y la mirada torva de otros. La guerra silenciosa lo encuentra en plena faena, entre los trabajadores y la urgencia que significa la cesantía de 1100 empleados. La comunión entre diversos grupos sindicales es el núcleo de la resistencia, con la toma de la fábrica como manera de enfrentar a la patronal. A pesar de haberse garantizado la permanencia de los puestos de trabajo, la sede parece que ahora cierra.
En medio de la contienda los rostros que la integran -expresiones figurativas de la clase obrera, la empresaria, el estado- comienzan a delinearse mientras los días de lucha prosiguen y la calma se desintegra. Entre ellos, de manera procaz, la mascarada empresarial que camufla entre acólitos varios a quien debiera mostrarse primero, mandamás situado en alguna torre acristalada, de visita siempre por el mundo. Caras peinadas de traje estrecho, con gestualidad reducida y devoción por el mercado global. Entes cuasi geométricos, de afecto descafeinado, que contrastan con la vida que bulle nerviosa entre trabajadores y trabajadoras.
Laurent es un viejo lobo. Lo que pasa es que los tiempos han cambiado. La pelea es la misma, pero los procedimientos otros. No es que él no lo sepa, sino que es tan aplastante el peso de la lógica mercantil, tan veloz su readaptación, que la tarea sindical se ve necesariamente afectada. Lo peor es que los golpes no vendrán, necesariamente, del sector con el que se confronta, sino del propio. En otras palabras, la víbora retórica empresaria ha metido su cola, y ésa es la victoria. Contra el ardid de la rapidez publicitaria y la vocación por los mensajes concisos, cuya expresión consuman las redes sociales, se debate la lógica que Laurent significa. No quiere decir esto que la película se explaye en tales cuestiones, sino que las alude desde la figura de su personaje central, alguien situado como bisagra entre lo que ha sido y ahora es, alguien que encarna un mismo pleito cuya razón de ser continúa invariable. Laurent es un trabajador desesperado. Por lo que pasa a él, pero sobre todo por lo que le pasa a todos.
Laurent se parece al William Holden de Network, poder que mata, en donde el director Sidney Lumet grafica uno de los comentarios más belicosos que el cine le ha dedicado a la televisión. En aquel film, Holden es alguien que integra un tiempo periodístico recientemente pretérito, mientras los nuevos y atolondrados ejecutivos adoran el rating. Son los años '70. En ese film, un desesperado Peter Finch, periodista que será desplazado, anuncia su suicidio en cámara. Años después, en una entrevista, Lumet dirá que si todavía no se había suicidado nadie en cámara, sólo era cuestión de esperar. Tuvo razón.
Lo predicho guarda nexo con el desenlace que La guerra silenciosa elige. Es grotesco y altera el registro "realista", casi documental, que se privilegia a lo largo de la película. Durante el desarrollo de la acción, La guerra silenciosa esconde su cámara entre las multitudes, confronta como uno más con la policía y los encargados de seguridad, escucha entre otros para la toma de decisiones. Y accede de modo privilegiado a los momentos que suceden puertas adentro. Como el que significa la reunión anhelada entre patronal y trabajadores, con la mediación ministerial del estado. A propósito, entre lo que se preocupa por dejar en claro el film de Brizé, destaca la inocuidad del estado, incapaz de hacer sentir su peso (ante trabajadores o empresarios), revelado como otra de las tantas máscaras de un mismo sistema. La situación mediadora de éste -que se ejemplifica con el lugar que cada uno ocupa alrededor de la mesa- culminará por develarse falsaria.
Todo ello será alterado en el final, cuando la película decida la resolución. Grotesca, extrema. Más aún, para hacerlo elige el formato vertical, el del encuadre del teléfono celular. Es decir, el de alguien que también espía, pero ¿quién? Porque ya no se trata del punto de vista que se confundía con el de todos, sino el de alguien que realmente se esconde, alguien solo. No se revelará lo que allí sucede, pero sí que lo sorprendente del asunto no deja de señalar un eco similar al supuesto por el desenlace de Network. A propósito, vale actualizar la reflexión de Lumet que se aludía. Que todavía no suceda algo similar, sería cuestión de tiempo. Ojalá que no.