Stéphane Brizé es un director que, tal como pasa con Ozon, en cada una de sus películas cambia completamente de clima y se decide a asumir nuevos riesgos, cada película es un desafío.
Puede manejar el pulso de una película con un planteo moral y tan actual como el de “El precio de un hombre”, construir melancólicas historias de amor como “Mademoiselle Chambon” (una pareja absolutamente inolvidable en las actuaciones de Sandrine Kiberlain y Vincent Lindon) o “Je ne suis pas lá pour être aimé” (una especie de “La tregua” a la francesa con Patrick Chesnais y Anne Consigny).
Incluso puede adaptar una novela clásica de Guy de Maupassant en “Una mujer, una vida” y ahora en su última película, "LA GUERRA SILENCIOSA" elabora un relato con las tensiones de los tiempos que corren, urgente, necesario, vibrantemente actual y duplicando todas sus apuestas.
Tal como sucede con todos los personajes de Brizé, aquí también podemos apreciar que los construye desde una complejidad y riqueza que son imposibles de abordar en una sola dimensión.
Los elabora minuciosamente y los enmarca dentro de sus propias (y humanas) contradicciones pero son personajes potentes que tienen bien en claro lo que quieren y están dispuestos a abrir el abanico de la polémica (en la brillante “Algunas horas en primavera” toca a fondo el tema de la eutanasia, pocas veces visto de esta forma en la pantalla) y cada una de sus películas invita a la reflexión y el debate.
En el caso de "LA GUERRA SILENCIOSA" se tejen líneas que en cierto modo la emparentan y evocan al cine de Laurent Cantet ("Recursos Humanos" "El empleo del tiempo") disparando a la voracidad con la que las empresas y el mundo capitalista no pone demasiado reparo en tomar a los trabajadores como meros objetos dentro de su cadena de producción.
Muchos podrán encontrar también un punto de contacto con ese relato angustiante que planteaban los hermanos Dardenne en “Dos días, una noche” en donde se mostraba la inmoral opresión de la patronal frente a la defensa de un puesto de trabajo. Brizé va mucho más allá todavía cuando plantea que la empresa dejará a 1100 trabajadores en la calle, pasando a ser un número completamente anecdótico dentro de su estrategia globalizada.
La empresa no toma este tipo de decisiones empujada por un contexto recesivo o de crisis en el país sino que sencillamente la empresa no está ganando las ganancias que los accionistas esperan y los ratios no satisfacen a los inversores.
He ahí una diferencia fundamental que plantea el director –también autor del guion junto a Olvier Gorce, con quien ya había trabajado en “El precio de un hombre”- entre una crisis económica (regional, nacional, global) que pone a la empresa entre la espada y la pared y un caso como el que se plantea desde las primeras imágenes donde en realidad la patronal no quiere dejar de ganar lo que esperaban, aún a costa de tomar decisiones dolorosas para sus trabajadores y las familias.
Allí aparece Eric Laurent (en la piel del brillante Vincent Lindon, una vez más haciendo alianza con Brizé y logrando transmitir todo su nervio y su compromiso) y carga en sus espaldas todo el reclamo que él cree justo y luchará sin medir ningún tipo de consecuencia: hace dos años los trabajadores han aceptado mediante un acuerdo, trabajar la misma cantidad de horas pero ganar menos.
Ahora exigen que la empresa cumpla con su parte. Nada de lo que inteligentemente plantea Brizé es sencillo, todo tiene múltiples implicancias y detona consecuencias.
El gobierno no acciona, el tiempo pasa, los empleados se desgastan, se crean fracciones generando el típico "divide y reinarás" que tanto favorece al enemigo, aparecen nuevos puntos de vista, situaciones de conflicto, brazos que comienzan a darse por vencido y Brizé se tomará dos horas, profundas y viscerales en las que no nos dará respiro, para ir dando paso a cada una de esas vivencias, a cada una de esas sensaciones sin apurar el tiempo, dejando que cada situación decante, que las tensiones aparezcan, que esos quiebres inevitables vayan sucediendo y que cada personaje tenga su propio tránsito, su justo desarrollo.
No sólo la labor de Lindon es admirable (ya casi convertido en actor fetiche del director, mejorando un poco más en cada trabajo) sino que todo el elenco juega en forma compacta: Mélanie Rovier, Olivier Lamaire y Sébastien Vamelle están impecables como los sindicalistas, Isabelle Rufin perfecta en esa gélida directora de Recursos Humanos y Jean-Noel Tronc como el Jefe del Gobierno Municipal.
Pero lo que más se destaca es la precisa e inteligente construcción del guion en el planteo de cada uno de los pasos y las alternativas que se suceden en las negociaciones, cada punto de vista en donde busca incomodar al espectador, poner en evidencia situaciones límites y descarnadas y plantear un mundo descarnadamente capitalista donde la fuerza de trabajo es una mercancía como cualquier otra y el ser humano no es más que otro recurso totalmente reemplazable.
La fuerza implacable del poder empresarial que se refuerza fuertemente por la presencia de un estado ausente, con una ley que avala los convenios privados aún a costa de perjudicar al más débil.
Brizé es un cineasta comprometido con su tiempo, que no tiene medias tintas y que lleva saludablemente los planteos al extremo. Sus personajes están surcados por un objetivo claro, son esos que no se dejan doblegar y que luchan incansablemente por sus propios ideales.
Desde algo representativo de lo grupal como sucede en "LA GUERRA SILENCIOSA" hasta la intimidad más individual, sus personajes tienen una fuerte carga moral, no claudican fácilmente y son los que instalan en su cine, una profunda admiración por los principios y las convicciones. Virtudes que tanto nos hacen falta en este tiempo