Stephane Brizé el realizador francés, compone junto a Laurent Cantet, Robert Guédiguian, Philippe Lioret y Abdellatif Kechiche – entre otros –un grupo de cineastas francófonos que se avocan a la narración de los temas que llamamos “urgentes”. Esta elección narrativa tiene como contraparte la trampa que ofrece todo discursivo cargado de ideologías, “quedarnos de un solo lado de la mirada”. Y describir un conflicto de corte sociológico con la fuerza dramática del punto de vista volcada solamente en un ángulo del relato.
Brizé es un investigador de estos bordes de la narración, ya se ve nítidamente en su filme El precio de un hombre (2015) que se preocupa y ocupa de focalizar la información y las emociones en el personaje que vive sojuzgado por un sistema opresor. De manera más intimista y silenciosa que en La guerra silenciosa en el filme anterior la construcción del mundo se ubica casi exclusivamente desde la perspectiva de su protagonista y sus vivencias.
En La guerra silenciosa nuestro guía es Laurent, en la piel de Vicent Lindon, el líder obrero que lleva el rol directivo de una protesta – huelga de más de 1000 trabajadores frente al cierre inminente de una fábrica automotriz. Desde este disparador simple y contundente se pone en marcha la maquinaria de lucha de clases: el poder versus el proletariado.
Nuestra mirada está ubicada desde todo lo vivido por Laurent en la lucha cotidiana que es la “lucha de la resistencia”. Marchas, protestas, reuniones, debates, asambleas, observadas en un registro visual con intenciones documentales. Palpita sus planos con una cámara móvil, casi desprovista de cuidados estéticos preciosistas y que narra las escenas que componen el filme como en bloques de tiempo real.
La ira que reina en la clase obrera contrasta con la frialdad especulativa del núcleo que compone el poder empresarial. Eso se yuxtapone a un rol del Estado inocuo, casi inútil, que se desarma en retórica pero que genera un vacío a la hora de actuar con solvencia.
Este cuadro narrativo expone en su dialéctica esas fuerzas que ya conocemos como las del modelo neoliberal salvaje. En el filme solo lo podemos palpar desde el universo de Laurent, por lo que la mirada que el poder tiene más íntimamente sobre sus antagonistas, los obreros, es algo a lo que no tenemos acceso. Nuestros personajes de identificación son los que vemos desde el lugar de los oprimidos, y aún cuando ese recurso nos permite una mayor identificación emocional, se hace en varios pasajes algo tendencioso.
No podemos, ni es necesario juzgar si lo que lleva en acción Laurent nuestro héroe trágico está bien o mal, es ante todo el valor de ese personaje el de la fuerza del deseo, los ideales y sus radicales contradicciones.
Vincent Lindon le pone el cuerpo, con esa fuerza en su mirada, esa densidad en su kinesia, y ese poco conocimiento que tenemos de su mundo íntimo. Son su histrionismo y su crudeza las claves de la credibilidad de este líder, aún cuando lo vemos caer en el abismo del imposible. “Humano, demasiado humano”, diría Niestzche en su texto donde reflexiona sobre esta doble instancia que nos constituye: la voluntad de poder y la vulnerabilidad.
Algunos personajes que arman el coro griego de ayudantes y opositores en el mismo núcleo obrero se destacan, en especial la sindicalista Melanie que es su fiel compañera de lucha.
Recuerdo que en un momento, casi llegado el final, cuando Laurent sale caminando, derrotado de la fábrica a la que ya no tiene acceso, la cámara lo sigue de espaldas en un travelling de acompañamiento cómplice de su andar silencioso. En ese instante creí que con ese final abierto y a la vez cerrado todo concluía. Me hubiera encantado que así fuera. Sin duda hubiera querido otro destino para mi héroe trágico, menos irreversible que el que eligió Brizé.
Por Victoria Leven
@LevenVictoria