El pibe que robaba en las alturas
El film justifica largamente el Oso de Plata a la Mejor Dirección obtenido en la Berlinale de 2012. En una historia que muestra y retacea sabiamente su información, se lucen Kacey Mottet Klein como un impasible ratero y la bella Léa Seydoux como la hermana del título.
El chico se saca el casco y el equipo de esquí y va recorriendo de a uno los bolsos colgados en un perchero, abriéndolos con tranquilidad y sacando todo lo que encuentra: sandwiches, pequeños accesorios, cosas de poco valor. La imagen es rara y natural a la vez. Rara, porque es raro que un patinador de nieve sea un raterito (se supone que sólo la gente de plata puede acceder a un centro invernal de esquí). Natural, por el modo en que se lo pone en escena, sin el menor énfasis o sobresalto: es una cámara acrítica la que filma al chico. Acrítico es el modo de enunciación que La hermana –Oso de Plata a la Mejor Dirección en la Berlinale 2012– lleva a cabo. No se emite juicio alguno sobre la conducta de su protagonista y si hay una crítica velada no es tanto sobre él como sobre un segundo personaje, de actitud más cuestionable.
Aunque también a ella puede vérsela, como al chico, como víctima de las circunstancias. Producto de las circunstancias, mejor dicho: víctima es una palabra demasiado dramática para una película que toma las cosas como se presentan. Simon (el debutante Kacey Mottet Klein, perfectamente impasible) es algo así como un pibe chorro de lo más alto del primer mundo. Tal vez por eso el título original sea L’enfant d’en haut, “el chico de arriba”. En verdad, la actividad del protagonista no importa tanto en sí misma como por la situación que la produce. Como en Home, su ópera prima en la ficción (2008, aquélla en la que a Isabelle Huppert y familia les inauguraban una autopista que pasaba al lado de su solitaria casa), el opus 2 de Ursula Meier, nacida en la frontera franco-suiza, hace foco sobre la familia. Sobre una familia sujeta a distorsión, en Home más visiblemente producto de las circunstancias que aquí.
Durante un buen rato a Simon se lo ve solo: reparte con algunos otros chicos parte del botín, pasa de los sandwichitos a las tablas de esquí, le consigue primero una a un vecino y después empieza a “producir” en serie, haciendo excursiones periódicas al centro de esquí, llenando su departamentito de tablas y comerciando con trabajadores temporarios de la zona. Más de una escena lo muestra buscando refugio en baños estrechos, en depósitos cerrados y oscuros, haciendo pensar en él como una suerte de pequeño roedor. Una ratita, más que un ratero. El pibe es vivo, despierto, no siente ninguna culpa y es rápido para los negocios. ¿Dónde están los padres?, se pregunta uno.
“¿Dónde están tus padres?”, le pregunta uno, un camarero escocés que trabaja en el restaurante de un hotel y que se ha convertido en su contacto. “Están muertos”, contesta Simon, sin alterar su impasibilidad. El camarero no sospecha, uno un poco sí. La que sí aparece es su hermana Louise, un bombón que anda por la nieve en mini y plataformas, subiendo y bajando de autos de desconocidos (la ascendente Léa Seydoux, a la que pudo verse en Bastardos sin gloria y la última Misión: Imposible). Simon ama a Louise, la cuida, le da de comer de lo que roba, roba ropa para ella. Viven juntos en un departamento en el que Simon hace casi de hermano mayor, por más que Louise le lleve sus buenos diez o quince años.
El tema de la ausencia del padre, de la madre, de los padres, va a hacer intrusión de modo brusco, inesperado y, aunque simbólico, profundamente perturbador. Las paternidades no asumidas, la responsabilidad ante los demás, la victimización o explotación infantil, la mercantilización de las relaciones humanas son temas que aparecen regularmente en el cine de los hermanos Dardenne. Aunque sin esa cámara en mano que en algún momento fue prototípica, la puesta en escena de Meier se parece también –por lo crudo y directo, por las elipsis justísimas, por el retaceo de información como herramienta de trabajo para el espectador– a la de sus vecinos belgas.
Como los niños de La promesa o El chico de la bicicleta, Simon es un marginado, un olvidado al que las circunstancias forzaron a convertirse en veterano de la sobrevivencia, en adulto antes de tiempo. Que lo haga en ese destino del alto turismo internacional que son las pistas suizas de esquí, que se vista de esquiador como puro disfraz para mimetizarse –aunque no sólo no esquíe sino que ni siquiera sepa hacerlo– son formas de reforzar su condición de solitario, de “raro”, de desplazado familiar y social. Pero Simon no reclama ni pide piedad y la película tampoco.