La imagen central de La intimidad es esta puerta dislocada que cargan los hombres de la mudanza casi al final del documental. Esa sola puerta fuera de quicio nos permite imaginar una intimidad desintegrada por la muerte y por la mudanza, que también es otra manera de morir. Una puerta parece un objeto sencillo cuando tenemos la llave que la abra y la cierre. Pero una vez que carecemos de tal llave, o cuando esta pierde su utilidad, la puerta se convierte en un objeto inerte que solo conlleva imposibilidades. Podríamos pensar que Irene es el centro del documental, pero Andrés Perugini se enfoca más bien en lo que queda tras ella. Como en esa cortina de la cocina que se agita leve y repentinamente, Perugini hace foco en la desintegración que conlleva la ausencia, el desarme y la repartición de pertenencias inabarcables e inimaginables todas juntas en otra casa. En cierta medida este momento nos recuerda la escena de Cuentos de Tokio (1953) donde, después de la muerte de la madre, cada familiar pide quedarse con un objeto. Cuando todos se han ido, Kyoko se desahoga con Noriko por el egoísmo de sus hermanos, pero esta le ayuda a entender, con esa sonrisa que desarma, que así es la vida y que en eso nos convertiremos todos a cierta edad. En egoístas. Y si la vida es decepcionante como dice Noriko con una sonrisa en el film de Ozu, La intimidad brinda esta sensación mediante muy pocos diálogos y unos planos que retratan con rapidez y precisión el paso a la soledad de los objetos y espacios de una casa que una vez estuvo ocupada. Perugini apura la venida de otros habitantes como otra muestra del cambio silencioso que funciona en todo lugar. En el documental se asoman muchas preguntas que quedan sin responder, pero lo resonante es la pregunta sobre el destino de todo lo atesorado por una persona. Y tampoco lo sabremos: la búsqueda de Andrés no sale de la casa de Irene. La intimidad quedará en esas paredes y ahí será olvidada. La intimidad, aunque es un documental, presenta a sus participantes en los créditos iniciales como si fueran actores de su realidad efectiva. Tal decisión vislumbra la posibilidad de todo registro para ficcionalizar la realidad escogida, por más fiel que sea su propuesta. Con todo, esto no implica más que un detalle. El documental enfoca serenamente la manera en que la muerte interviene el valor íntimo de los objetos vueltos a su naturaleza funcional. Que haga esto sin grandilocuencia puede resultar un arma de doble filo al interés, pero lo cierto es que poco importan las intenciones de grandeza frente a lo que queda tras la muerte. La película se estrena este jueves 19 de abril en el Gaumont. El año pasado participó en el DOC Buenos Aires y en el Festival de Cine de Figueira.
Los recuerdos (se los lleva el viento) Con un registro observacional entre lúdico y melancólico, Andrés Perugini ofrece un documental intimista sobre la perdida a través de un ritual que, como dice una de las protagonistas, todos estamos condenados a realizar. Y que no es otro que el de deshacerse de los objetos materiales que pertenecieron a un ser querido que acaba de morir. Irene tiene casi 100 años y está en su casa de Germania, un pueblo del noroeste bonaerense que limita con Santa Fe. En las primeras escenas la vemos tomar mate, cuidar de su jardín y sentarse en el umbral de su casa para conversar con algún que otro vecino que de casualidad pasa por la puerta. Tras esa suerte de prologo introductorio Irene ya no está y en su reemplazo vemos a tres mujeres abriendo roperos, cajones, bahiuts y muebles atiborrados de objetos que le pertenecieron. Recuerdos de los que deben deshacerse de la misma manera que lo harán con la casa en la que habitó la mayor parte de su vida y que guarda millones de momentos. La intimidad (2017) es el retrato de ese instante posterior a la muerte en el que solo quedan los recuerdos de lo que fue y donde uno debe elegir cual perdurará y cuales se escaparán. Perugini trabaja su ópera prima documental con una cámara voyeur invisible en la que va registrando cada instante de esa intimidad, con la impunidad que le da ser miembro de la familia, con personajes que se mueven libremente por los diversos espacios de la casona como si no notasen su presencia física. Una puesta en escena con un aire de frescura e imprevisibilidad que siempre es bienvenida en este tipo de registros en donde muchas veces el artificio los hace naufragar. Si hay una virtud en La intimidad es el realismo y la honestidad de lo que se muestra y cómo lo decide mostrar. Despreocupado por la perfección visual, en donde los desencuadres o los movimientos bruscos de la cámara en mano resultan más importantes que un plano estilizado, La intimidad ahonda en el pasado y en el presente para preguntarse si en el futuro los recuerdos perdurarán o si se evaporarán de la misma manera que lo hace la vida.
Tiene sentido que entre los agradecimientos de La intimidad figure Gustavo Fontán. Tal como ocurría en el Ciclo de la casa, el film de Andrés Perugini aborda la relación entre la desaparición de un personaje y las huellas que deja en el espacio físico que supo habitar. Todo registrado durante un largo período de ocho años. Irene tiene 96 años y pasa los días limpiando y ordenando su casa del pueblo bonaerense de Germania. Su muerte obliga a una reunión familiar para decidir qué hacer con los objetos reunidos durante una vida. Es un dolor apenas sopesado por la certeza de una partida tranquila y natural. “A todos nos va a llegar este momento”, dice una de las hijas mientras vacía el placard. La intimidad toma los mecanismos del documental observacional –nula intrusión en la puesta en escena, cámara en mano atenta al “vivo” de las situaciones, el director invisibilizado detrás del dispositivo– para un relato que, como los de Fontán, se mueve entre la elegía y la nostalgia, entre los recuerdos del pasado y los objetos que los rememoran desde el presente. Sobre el último tercio, el arribo de una familia a la casa evidencia que, más allá de las circunstancias, hay un futuro posible.
Es el primer largometraje documental de Andrés Perugini. Un trabajo sensible y profundo que permite toda una reflexión sobre la vida, la muerte, los rastros que quedan en una casa, cuando muere su propietaria. Primero el director filmó a su abuela Irene que a sus 96 reflexiona y recuerda, cuida sus plantas, se ríe y emociona, compara y confiesa. A su muerte su familia desmantela la casa. Abre los roperos, decide que cosas donar, a quien, que llevarse cada uno, que tirar. Pero cada objeto tiene la impronta de Irene y cuando la casa queda vacía algún detalle recupera el recuerdo que los objetos no retuvieron. Un muy interesante film documental que muestra las actitudes ante la vida, en el final anunciado. El tratamiento con la muerte en un trámite preciso y rápido, que más de una vez se practicó y la convicción de que otros en la familia se ocuparan de las protagonistas de hoy cuando la muerte se las lleve pero no el olvido. Muy bien logrado y original.
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Filmado en una modesta casita de Germania, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, este documental registra los últimos días de Irene, la abuela del realizador, y el posterior proceso de desarme llevado adelante por sus dos hijos y su nuera, necesario para ponerla en venta. Sencilla y emotiva, la película refleja los sinsabores que provoca un duelo, pero también la templanza de los familiares de la difunta. Andrés Perugini, factótum del proyecto, se pregunta si es posible borrar completamente las huellas del pasado, un interrogante que quizás le haya servido para exorcizar al menos una parte de un dolor profundo y la lógica nostalgia por el inexorable paso del tiempo.
La intimidad, de Andrés Perugini Por Gustavo Castagna Afiliada estética y conceptualmente a la obra de Gustavo Fontán, con especial preeminencia en la trilogía sobre “la casa” (El árbol; Elegía de abril y La casa), el documental de Andrés Perugini coloca la cámara en objetos, recuerdos y en un espacio físico otrora habitable y ahora constituido por ausencias. En todo caso, la historia de la abuela del director, Irene, sus 96 años y su desaparición física, fue captada en su momento desde la presencia viva y vital de la protagonista en su casa de Germania, pueblo rural de la provincia de Buenos Aires. Luego de los primeros minutos donde Irene es la voz y el cuerpo del documental, el giro narrativo se dirige a sus hijos y a su nuera y a esos elementos que pertenecen al pasado y a los que se le debe dar un destino. En esas conversaciones, concretadas desde la sinceridad y el realismo extremo con frases alusivas, La intimidad se aleja de los trabajos de Fontán, al hacer prevalecer esas charlas de parientes rodeados de objetos, vestidos y demás que pertenecían a Irene. La estructura de relato, en su última parte, vuelve a ubicar con sumo placer a esa cámara desde adentro de la casa “observando” hacia afuera, espiando a nuevos habitantes o hipotéticos compradores de la morada. En ese juego entre pasado y presente, las imágenes registran dos mundos contrapuestos: el de la casa por décadas habitada por Irene y el actual, exhibido a través de un niña junto a la tecnología de estos días. Melancólico documental, breve en su duración, certero y concreto en sus intenciones, La intimidad pertenece a esa categoría de trabajos íntimos y observacionales que emocionan sin necesidad de recurrir a golpes bajos o excesos de la puesta de la escena. LA INTIMIDAD La intimidad. Argentina, 2017. Dirección, producción, guión, cámara, fotografía y sonido directo: Andrés Perugini. Montaje: Mario Bocchicchio. Diseño de sonido: Eugenio Fernández Taboada. Intérpretes: Irene Piriz, Inés Perugini, Marta de la Cruz, Sandra Calatayu, Marina Perugini, Ricardo Perugini. Duración: 66 minutos.
Elegía sobre el paso del tiempo El documental enfoca sobre una cuestión doméstica: una familia encara la tarea de sacar los muebles de la casa de una anciana que acaba de fallecer. Que es, precisamente, la abuela del director. Un duelo que, aquí, no tiene nada de dramático. En no pocas ocasiones, el documental de observación (o las ficciones observacionales, que también las hay), una de las corrientes recientes más transitadas por el cine local e internacional, parecería partir de la presunción de que todo lo filmado es interesante. Como si hubiera una naturaleza propia del cine que por definición le da interés a todo lo filmado. Es muy fácil discutir esta idea, ya que lo que en verdad da interés a lo filmado es el modo de hacerlo, de organizarlo, de pensarlo. De verlo, en suma: en ello radica el poder, la singularidad, el don de quien filma. Exhibida en la última edición del DocBsAs, La intimidad pertenece a esa clase de documentales, que por otra parte suelen apuntar la cámara sobre lo más común, lo más habitual para el espectador. Lo más visto: la domesticidad. Esto no quiere decir, claro, que la domesticidad esté inhabilitada por definición para tener interés, y miles de películas –desde los diarios fílmicos de Alain Cavalier hasta Un día muy particular, pasando por el subgénero británico conocido como kitchen sink movies, casi enteramente dedicado a ello– así lo demuestran. La película de Andrés Perugini registra, de modo tal vez elegíaco, el paso del tiempo. Dividida en tres partes, en la primera de ellas una mujer anciana habla a cámara de cosas varias, ninguna de ellas demasiado significativa. La segunda, que es la más larga, muestra a dos de sus hijas vaciando placares, y uno de los hijos más tarde cargando esos muebles y otros, en un lento, detallado proceso de despojamiento de la vieja casa (se supone que la habitaba la señora de la primera parte, que viene de fallecer). Finalmente, con la casa vacía, llega una nueva familia, se entiende que para habitarla. Paso del tiempo, ciclos de los objetos y la gente, transición de lo lleno a lo vacío, un duelo que por algún motivo no tiene nada de dramático o pesaroso, lo cual puede causar cierta extrañeza. La idea general, lo que antiguamente se llamaba el “superobjetivo” es loable y se prestaría, como es obvio, tanto a reflexiones metafísicas como a la posibilidad de que cada espectador se conecte con sus propias pérdidas o nostalgia por las cosas idas. Pero duelo no hay en esta familia, o el director decidió dejarlo fuera de campo. Lo mismo que la nostalgia. De metafísica ni hablar, ya que a lo que se asiste a lo largo de 65 minutos es a una mera mecánica de procedimientos, y diálogos vinculados a ellos. “¿Esa sábana de qué juego es, de éste? Ah, no, de aquél.” “¿Qué te parece, a quien le damos la compotera?” “Pero mirá que el juego está incompleto, me parece”. Ésa es la materia de La intimidad, esas son las acciones y diálogos que desarrollan las hijas de la mujer fallecida. El hijo no habla, porque está solo. Mira. Mira una heladera durante un par de minutos, tal vez pensando en qué uso darle, recordando cuando de joven sacaba de allí alguna bebida fresca o porque se quedó colgado pensando qué tiene que hacer al día siguiente. Otro par de minutos se dedican a la lejana (casi todos los planos son hasta la rodilla humana, o un poco por debajo) observación de un minino, en el jardín de la casa. Los gatos, los felinos en general, son seguramente los seres más bellos de la creación. Vistos desde ojos aletargados, como de vaca, resultan tan aburridos que pueden convertir 65 minutos en 130.
LÍMITES DE UNA PROPUESTA El cine argentino exhibe múltiples vertientes genéricas, narrativas y estéticas, lo cual es obviamente meritorio y elogiable. Pero también empieza a presentar serios problemas desde la repetición, o más bien, desde el acto de aferrarse a marcas de fábrica a través de una repetición puramente gestual, sin una base formal real que la sustente. Algo de eso viene pasando con muchos documentales de tipo observacional, y La intimidad es un ejemplo bastante contundente. Desde buena parte de la crítica se ha destacado que, en sus créditos finales, el film de Andrés Perugini menciona entre los agradecimientos a Gustavo Fontán, quien ha entregado grandes películas como El rostro o Elegía de abril. Es cierto que podría describirse esa referencia como una especie de declaración de principios, una afiliación a una tradición específica del cine nacional. Pero a veces, es un acto de simple comodidad para generar algo de simpatía en un horizonte de público determinado y darle mayor entidad a un conjunto de imágenes que en verdad tienen poco para decir. La película arranca dándole voz a Irene, la abuela del director, quien reside en Germania, un pequeño pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires. A esos cinco minutos iniciales le sigue la muerte de Irene y la reunión en su casa de sus familiares, quienes se disponen a organizar, clasificar y descartar lo que hay dentro del hogar, que va desde muebles hasta ropa, pasando por papeles y objetos de todo tipo. Los siguientes sesenta minutos son básicamente eso: gente organizando cosas, evocando momentos particulares, hablando de los trámites que hay que hacer, etcétera. Y no hay mucho más que eso. El film no ofrece más que esa cotidianeidad dentro de un evento distintivo -al fin y al cabo, lo que vemos es a gente haciendo lo usual cuando ocurre la muerte de una persona- porque nunca le da verdadera entidad a lo que hay frente a la cámara. La intimidad pareciera creer que al espectador le debe interesar lo que ve porque a sus protagonistas les interesa. Pero eso no es así: si no hay un verdadero esfuerzo narrativo (porque no basta con simplemente observar), difícil que se logre empatía con los personajes; y si no se trabaja apropiadamente (desde el montaje y la puesta en escena) lo espacio-temporal, lo que queda es un simple despliegue de imágenes pegadas entre sí. El cine de Fontán ha acumulado méritos precisamente a partir de la consciencia de que lo narrativo se da la mano con la observación, de que la cámara debe saber captar y construir tiempos y espacios con resonancias propias, tangibles. En La intimidad falta esa consciencia y hasta hay algo de pereza formal, como si se pensara que sólo basta con poner la cámara para hacer cine. Y aunque desde el mismo título hay una pretenciosa búsqueda de importancia, lamentablemente cae en saco roto, porque el film rara vez genera algún sentimiento o reflexión sólida. La intimidad es una película neutra, apática, que exhibe los límites de la vertiente observacional del documental argentino.
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Hay un ciclo de la vida que esta ópera prima documental alcanza a captar muy bien. Podría llamarse tranquilamente La casa, como aquella película de Fontán con la que comparte montajista (Mario Bochicchio), cosa que se nota en el tempo contemplativo de algunos planos fijos, incluso en ese fluir de la vida a la muerte a la vida, que se percibe a través de la presencia inicial de la abuela, el trabajo de desmontaje de la casa y el baile de la niñita del final. El director, Andrés Perugini, fue diseñador de sonido de dos de las peliculas que forman la Trilogía del Lago Helado de Gustavo Fontan: Lluvias y El estanque. - Publicidad - Sin embargo el nombre La intimidad le da un sentido más abierto, librado a la interpretación y menos relacionado con la literalidad. Es que cuando Irene, abuela del realizador, muere, su casa, su ropa, sus cosas, sus muebles, su ropa son ordenados, clasificados, enviados, regalados, donados, trasladados. El barullo familiar de ese momento ocupa el centro de la película. A esa zona se ingresa a través de un rezo, modo de exorcisar la muerte, algo común en una familia conservadora de Germania, en plena provincia de Buenos Aires. Es la intimidad de Irene a la que asomamos en los primeros minutos, a sus historias familiares, sus anécdotas de campo, a ese plano hermoso donde toma mate en silencia. Esos momentos hacen un corte a negro y allí las mujeres de la familia comienzan la tarea de levantar la casa para después venderla Ese momento que no es otra cosa que un momento familiar, transcurre de allí en más con una cámara que observa los movimientos, atiende a las decisiones, y husmea en los rincones, las humedades, los huecos, las flores o los gatos. Después, como siempre, el ciclo de la vida vuelve a empezar. Se estrena el 19 de abril en el Gaumont.
Luego de su premiere en la 17° Muestra Internacional DOC Buenos Aires, llega al Cine Gaumont La intimidad, ópera prima del realizador y técnico en sonido Andrés Perugini. En este corto pero profundo film retrata los últimos días de su abuela Irene y cómo su muerte repercutió en el resto de sus familiares al deconstruir el espacio que habitaba y su legado imborrable. “Instalado en todas partes, pero sin encerrarse en ningún lado, tal es la divisa del soñador de moradas. En la casa final como en mi casa verdadera, el sueño de habitar está superado. Hay que dejar siempre abierto un ensueño de otra parte”, el filósofo francés Gastón Bachelard escribe en La poética del Espacio que la casa sirve como instrumento de análisis del alma humana y el ser en sí. Dentro de este espacio surgen diversos objetos que ayudan a diagramar nuestra personalidad como en el caso de un armario, que contiene infinitos elementos inolvidables tanto para su dueño como para aquellos que heredarán estos tesoros. Es por eso que el pasado, el presente y el futuro se hallan condensados en las diversas construcciones y en aquellos compartimentos que encierran los secretos del ser. Esta relación de intimidad entre exterior e interior fue lo que inspiró a Andrés Perugini al pensar su primera película. En La intimidad vemos a Irene con 96 años recorriendo su casa de Germania, un pueblo del noroeste bonaerense que limita con Santa Fe. La vemos dentro de su cotidianidad, desde el constante ordenamiento de su hogar, el cuidado de su jardín y las pequeñas conversaciones que entabla con sus vecinos que pasan por su puerta. En ese espacio se esconde una vida y millones de recuerdos imposibles de olvidar. Irene muere. Su cuerpo desaparece, pero su esencia sigue presente. Y ahora son sus hijos junto a su nuera quienes recorren los cuartos de su casa para vaciar y guardar su legado. A medida que van ordenando, las huellas de Irene se van esfumando. Ya no es más su espacio. Lo preparan para que otras personas lo habiten. Lo hagan propio. Hay cierta universalidad en la historia de Irene. Todos debemos pasar por eso. La intimidad familiar se vuelve propia, ya que la muerte forma parte de toda nuestra existencia. Una vez que desaparecemos, las cosas materiales que dejamos forman parte de nuestra historia y son quienes nos sobreviven los que tienen que hacerse cargo de distribuir y deshacerse de la misma.
Este primer documental de Andrés Perugini a estrenarse mañana en el Goumont, nos muestra la casa como espacio habitable que congrega, como refugio íntimo que registra nuestro paso efímero bajo su techo, y que, entre otras cosas, da cuenta fidedigna de nuestra fragilidad pocas veces asumida. La casa es, a fin de cuentas, un receptor vivo de la memoria de sus habitantes que de forma versátil se adapta, cambia y resiste como ninguno, el olvido y la indiferencia. La lluvia de Germania acompaña los pasos de Irene, abuela del director, quien deambula por su casa relatando historias pasadas mientras toma mate o retoca las flores del jardín. En esta primera parte, los planos movidos, el sonido imperfecto y la sensación frenada de la mecánica del zoom nos hablan de un archivo sensible y personal: probablemente una gema con la que el realizador se encontró a posteriori y que muy seguramente iluminó su camino. Sin embargo, prontamente el relato encamina su intención y nos prohíbe cualquier atisbo de apego. Todo ha sido una excusa para hablarnos de lo que queda tras ella, lo material, las repartijas, los objetos, el papeleo, la casa, el viaje de la esencia de Irene que algún día impregnó el lugar. En esta segunda parte el punto de vista cambia, la imagen se estabiliza, el entrevistador enmudece y el sonido, fina especialidad del director, renace perfecto. El documental se transforma y escala, nos sacude con gruesas preguntas que no se responden hasta el final. En este nuevo momento sentimos como si Irene se apoderara de la cámara y sin aviso se atrincherara en la casa a observar y documentar la parsimoniosa liturgia de su partida. Vemos entonces a su memoria difuminarse junto a los objetos que se mueven, se acomodan y se van. Es finalmente el desmantelamiento del lugar lo que materializa su ausencia, y es justamente eso lo que la cámara registra con agudo tacto. La forma de narrar de aquí en más es sutil e inteligente, manteniendo un punto de vista interior en posición fija, escondida del trajín, pero atenta al avance del vacío. Las formas y rincones, los gatos, flores y ventanas que sintieron su presencia se vuelven objetos de contemplación viva. El movimiento silente de los planos vacíos y el hombre que fijo mira el suelo del garaje, repasando un pasado que ignoramos, representan el alma profunda y esencial del documental de Perugini, recordándonos duramente que “de esta no se salva nadie”, como en algún momento insinúa uno de los personajes. Por último, intentando responder la pregunta que el director se hace en la sinopsis: ¿Es posible borrar las huellas del pasado?, nuestra conclusión sería que no. La historia nos cuenta que el vaciamiento de todo aquello que fue, da lugar a un nuevo comienzo, a la restitución de la casa como receptora de un nuevo tiempo íntimo. Sin embargo, esta nueva construcción, de ningún modo borra la huella del pasado que allí algún día fue presente. Prueba fehaciente sería regresar y mirar esos rincones retratados por este indispensable y emotivo documento audiovisual, y sentir, por un momento, a dónde nos lleva.
La intimidad y sus huellas En La intimidad la cámara observa y reflexiona junto a quienes registra. Se detiene en detalles, siente presencias, habita un lugar familiar, espía y también acompaña. La mirada descubre entonces lo que sucede luego de la muerte de una mujer de 96 años. La abuela Irene, habitante de Germania, un pequeño pueblo de 1500 habitantes, tranquilo, en la provincia de Buenos Aires. Su familia se reúne para desarmar la casa y decidir qué hacer con las ropas, muebles, objetos y recuerdos de toda su vida. Andrés Perugini filmó a su abuela durante varios años y considera el registro “un material sensible, cargado de intimidad”. Cuando ella murió y sus hijos se reunieron para desarmar la casa y ponerla en venta, pensó que sería interesante filmar —en su ausencia— el proceso de deshabitar el espacio, la relación que allí se establece entre los herederos y lo material, lo que queda. En cada objeto se puede identificar a la abuela Irene y en ella a muchas más. Empapelado en la pared, muebles antiguos y todo tipo de vajilla, que a través de los años y reuniones familiares ha sido acumulada en sus diversos diseños y funciones, y como deja claro la cantidad, nunca descartada. Ropa guardada y sin usar, papeles de todo tipo, se deja ver el cuidado por cada elemento que registra el paso de un tiempo no descartable, donde todo se puede guardar para algún nieto, algún amigo, para algún futuro. Entonces el futuro llegó y los espacios se vacían. El realizador observa el proceso desde adentro, descubre y escucha. La intimidad se construye en un ámbito de confianza familiar y así las palabras son claras, fluyen, permiten conocer. En una reciente entrevista Perugini cita a una frase de un escritor que le resultó inspiradora “transformar el dolor en aventura”. Entonces el documental se transforma en la aventura de descubrir y conocer, un trabajo que apunta a registrar “las huellas que dejan las personas en el tiempo y cómo el espacio puede ser testigo de esto”. La intimidad de Irene es descubierta en el registro de Andrés que da inicio a la película, como también en el proceso de deshabitar su casa registrado años después. Las personas dan una identidad a su entorno, en sus objetos, sus plantas, el comportamiento de sus gatos vecinos están las huellas de una vida que al momento de retirar los objetos se transforma. Así la casa vacía recibe a nuevos habitantes que hacen propio el espacio y le otorgan una nueva identidad, entonces surge la pregunta ¿Es posible borrar las huellas del pasado? El proceso de observación tranquilo y atento, la escucha paciente y clara, un registro que contempla y reflexiona aportan un material sensible que será organizado en función de encontrar algunas respuestas. Andrés Perugini realiza su primer documental como un verdadero “director de orquesta”, su experiencia como sonidista se valora en una toma directa de calidad que no pierde detalles, su cámara solitaria conquista la confianza para ser parte sin molestar, capturar sin forzar poses, encontrar los encuadres en un lugar que es parte de su historia. Para Perugini “La casa es el primer mundo del ser humano y allí se hace más profunda la relación de intimidad. El desarme de la casa de mi abuela me permitió pensar que, por más que se intente, hay huellas imposibles de borrar. Algo intangible que remite a ella quedó impregnado en esas paredes, en esos espacios, en la energía de los gatos sin dueño que recorren el jardín donde, aun sin riego y entre la maleza, siguen floreciendo las rosas y flores en cada estación”.