Todavía se puede usar una palabra acuñada hace más de cincuenta años para designar a películas como La joven Victoria. Mientras no se invente otra, esa sigue funcionado. La palabra es qualité y su genial torsión consiste en señalar, mediante una oportuna inversión del signo, el mal en el corazón mismo de lo que se presenta como virtud. Cabalgando en su propia irrelevancia, en su completa falta de misterio, la película de Jean-Marc Vallée encuentra su forma, un credo con el que salir a flote y simular, en medio de las olas, una cierta dignidad, una fachada de sobriedad con la que el capital acostumbra a revestir a algunos productos: corrección. A partir de allí, la película responde, obedece, ejecuta. Es un cuerpo inerme, un breve objeto sin brillo al que el nombre de Martín Scorsese, estampado en el afiche, presta un poco de su prestigio envejecido como si se tratara de un don, un antiguo fulgor que solo por acostumbramiento es capaz de comunicar algo de un calor que la película no acierta en verdad a encontrar por sus propios medios.
La joven Victoria plantea ramalazos de tramas, amagues, fintas con su sombra que enseguida deja de lado. Lo que persevera a lo largo de la película, como su verdadero flujo inconsciente, es la construcción de la figura de la última representante de la Casa de los Hannover como un ser esencialmente inocente, atravesado por la bondad y la preocupación por el otro. Al principio una Victoria niña protesta quedamente contra su destino, al que una obligada regencia confirma en su estructura protocolar férrea, prácticamente carcelaria. La futura monarca es allí una chica lánguida que gusta de pasar sus horas pintando animales y gente que insiste en moverse y en desbaratar así sus afanes artísticos. En definitiva, una infancia signada por el confinamiento y acechada por los intereses turbios de sus tutores. Al rato, la película abandona esa línea de chica encerrada en una jaula de oro y vemos que Victoria pasa a pintar a un apuesto joven, que también es su primo, el príncipe Alberto, que a la brevedad será su marido. Cumplida la mayoría de edad y desairados los severos regentes, Victoria se transforma en reina. Poco más tarde, se une en oportuno matrimonio con el susodicho pintón. La actriz Emily Blunt es muy bonita y hace lo que puede, abre bien los ojos, mira con cara de enamorada: parte del fugaz encanto de la película hay que atribuírselo a ella y sus mohínes, siempre cuidados y pertinentes.
El resto es hojarasca, escaramuzas palaciegas para el desempeño de los actores. En el modesto campo de batalla que representa La joven Victoria, donde pugnan el guión y las imágenes que al final se le someten, parece haber en todo momento alguna lucecita que destella en el firmamento de sus planos, un fuego artificial o algo, que viene a iluminar una porción de la historia que enseguida encuentra su prolija ilustración y que la película reproduce sin el mínimo atisbo de rebeldía. Meros golpes de efecto para que la rutina de la narración no se detenga, pequeños acontecimientos históricos que el guión va sacándose de encima y amontonando a los costados. Cuando súbitamente ingresa una parte violenta del mundo exterior en esta fábula regia, de la mano de un hombre que dispara un arma para matar a la reina y hiere en cambio al marido que cruza su cuerpo para protegerla, la película no duda en recurrir a un ralenti torpemente ejecutado que acaso nos informa acerca de la loca improcedencia de esa acción: no fue nada eso, parece decir, apenas una rareza, una insensatez originada en quién sabe qué mente perturbada. La película puede continuar entonces su marcha de puro envaramiento y seriedad, su convencimiento permanente de estar ofreciendo un espectáculo digno, con sus fastos módicos, desplegados siempre con el máximo decoro, sin exageración alguna (no es Visconti, digamos; ni tampoco Scorsese remedando a Visconti), apenas prestando el marco adecuado para el paso por el mundo de esta reina que, por obra y gracia del cine, deja de representar al expansionismo británico en su esplendor para adquirir el rostro de una Victoria que es capturada por la cámara todavía joven, ajena a los sacudones telúricos de la política. De política poco y nada, en verdad: la película se detiene a tiempo, informando con un cartel al espectador que la feliz pareja (la reina y su príncipe consorte) tuvo descendencia multiplicada por el número nueve. Con esa inesperada oda a la reproducción que espantaría a Borges a modo de corolario termina La joven Victoria, acaso con la secreta convicción de que, a partir de allí, no todo puede ser tan despreocupado ni tan insignificante como para formar parte de esta película.