Los secretos del poder
Tatarabuela del actual soberano español, Juan Carlos I, y la Reina Isabel II de Reino Unido entre otras, la reina Victoria forjó una vida repleta de ribetes cinematográficos. Los escasos 18 abriles que acumulaba cuando asumió el poder, fueron carne de cañón para una voraz lucha de intereses, encontró el amor de joven y reinó durante 64 años. Sin embargo, La joven victoria (The Young Victoria, 2009) está lejos de aprovechar esa cuantiosa materia prima y se queda a mitad de camino entre un thriller político y una épica romántica.
La película del canadiense Jean-Marc Valleé (C.R.A.Z.Y) se sitúa pocos años antes de 1837, en la recta final de la agonía del rey Willian IV. Sin herederos directos, quien asumirá el trono es su sobrina Victoria (Emily Blunt, candidata al Globo de Oro a mejor actriz dramática por este papel), de jóvenes 16 años e inmaculada en cuanto a negociaciones políticas se trata. La futura soberana de un terreno inabarcable será objeto de carroñeros y ventajeros dispuestos a todo por una porción del empalagoso elixir del poder.
La trama admitía dos posibles enfoques tan disímiles como apasionantes, que sin embargo Valleé aspira a unificar en poco más de hora y media. Por un lado, la primera parte del metraje se sumerge al farragoso terreno de puerilidades e hipocresías que circundan a la Reina, ese espacio donde la soberana viste mentiras, la ética es apenas una utopía y los escrúpulos son súbditos de la malicia. Con mas decisión y agallas, La Joven Victoria podría haber sido quizás una precuela de La Reina (The Queen, 2006), aquel descarnado retrato donde el también descarnado Stephen Frears metió la nariz en ese pestilente episodio para la Corona Británica que fue la muerte de Lady Di, en 1997. Como ésta, Victoria era una mujer demasiado pura, demasiado naif, quizás demasiado buena para la tradición ultra conservadora de la monarquía. Que sus desenlaces figuren en las antípodas de la concepción de la heroína no es sino, uno de los tantos caprichos cuya explicación aún es materia pendiente de la historia.
Por el otro, el romanticismo y la exploración de las sensaciones que el amor provoca en una mujer que, al fin y al cabo, anhela ser correspondida por un hombre que la ame más allá de su investidura protocolar y de la podredumbre política, enfoque más cercano a la épica reposada y sensorial del díptico Orgullo y Prejuicio (Pride & Prejudice, 2005) y Expiación (Atonement, 2007), del también británico Joe Wright.
Pero Jean-Marc Valleé vacila. Construye una narración ágil y veloz, mérito poco usual en historias de época, que jamás aburre, que atrapa y entretiene. Evade la obvia tentación de vanagloriarse en la exhibición de vestuarios y decorados victorianos, pero desbarranca en la encrucijada que, para colmo de males, surge de su propia indecisión.