La joven Victoria: Reina de culebrón
La película es fiel a la caricatura de la época victoriana, desprovista de humor y de sexo y materialmente coherente con su grupo protagónico.
Hace más de una década, la muerte de la princesa Diana fue comparable a la muerte de la Madre Teresa de Calcuta. Una monarca advenediza, una santa habían muerto. En el 2006, La reina, de Stephen Frears, intentaba dilucidar ese culto a los monarcas, en esta ocasión, en su costado popular y poco aristocrático, aunque en pleno contraste con los modales y sentimientos circunspectos de la Reina Elizabeth II. Misterio sociológico de masas, la fascinación por la realeza británica sigue inspirando películas, y ahora es el turno de Victoria, quizás la primera reina que conoció (tardíamente) la veneración popular de sus súbditos.
“¿Qué niña no sueña con ser una princesa?”, dice la joven Victoria, cuya voz en off introduce su drama como heredera de un trono y un imperio que deberá pronto gobernar. Aparentemente, no es fácil ser monarca, más todavía cuando su madre y el amante pretenden apelar a una regla de prudencia, la Ley de Regencia, que impedía que un menor o un discapacitado recibieran el poder. Entre reyes, el amor y el poder van de la mano, y es así que la infancia de su majestad no fue como la de cualquiera. Su gran amigo, un perro; su único anhelo, su libertad y el cumplimiento de su destino, pues Victoria ni siquiera podía dormir sola. ¡Pobre Victoria! “Hasta un palacio puede ser una prisión”.
La joven Victoria, como lo indica su título, circunscribe su relato a los primeros años del reinado de la hija del príncipe Eduardo, Duque de Kent, antes y después de su coronación el 28 de junio de 1838, y su nudo narrativo oscila entre el aprendizaje de la joven en ejercer su poder y el vínculo epistolar y amoroso con su futuro esposo, su primo Alberto, príncipe de Sajonia.
La película es fiel a la caricatura de la época victoriana: el sexo brilla por su ausencia, y las buenas costumbres y la cultura enmascaran la vileza depredadora de sus criaturas, “elegidos” del destino para gobernar y gozar de la infinita acumulación de riquezas. Ése es el contexto cultural y social que presenta el filme, acaso su máximo logro, cuya aproximación histórica al período que retrata no pasa de ser una nota de Billiken sobre los reyes de Inglaterra. Es que los problemas políticos de Victoria y su moderado progresismo son los ornamentos verosímiles de una historia de amor supuestamente apasionante, capaz de trascender el tiempo pretérito y devenir en un avatar de cualquier romance contemporáneo. En efecto, como sucedía con Shakespeare apasionado, que poco y nada tenía que ver con el autor de Ricardo III, el filme de Jean-Marc Vallée no es otra cosa que una estudiantina en fotogramas: enamorarse es lo que vale, como le pasó a Victoria, una de nosotros.
Políticamente perezosa y románticamente insípida, La joven Victoria es ideal para coleccionistas de muebles y decoradores. Los interiores de los palacios de Kensington y Buckingham son magníficos, y todos los muebles lucen estupendos. “El mobiliario –diría un filósofo– está más vivo que la gente”, de tal modo que el mejor plano de la película consiste en un desenfoque móvil sobre las copas de una mesa imperial. Lamentablemente, acto seguido, Vallée abusa de los desenfoques sobre los comensales una vez que la cena está servida, lo que irradia un estilo dubitativo en la puesta en escena, que se constata en casi todas las decisiones de montaje y se patentiza en los ralentís de la escena del atentado, en donde la tensión de un momento dramático se trastoca en una extraña publicidad sin un objeto definido de venta.
Desprovista de humor, excepto por una patada formidable al perrito real, La joven Victoria es materialmente coherente con su grupo protagónico: gasta millones de dólares en mostrar la ostentación de un estilo de vida en clave romántica, mientras que los súbditos de ayer y de hoy padecen la indolencia de sus representantes casi celestiales y legitiman sumisa y enigmáticamente un delirio llamado monarquía.