Nunca es tarde para animarse
Florence Foresti, Mathieu Kassovitz, Nicole García y Olivia Bonamy protagonizan esta comedia dramática cuya autoría corresponde enteramente a Anne-Gaëlle Daval, quien por primera vez se aleja de su área de especialización como es el diseño de vestuario no sólo para escribir sino para dirigir esta promisoria ópera prima.
Lucie (Foresti) es una simpática señora de mediana edad que divide su tiempo entre la crianza de una hija adolescente algo conflictiva y la ayuda laboral que le proporciona a su madre en la particular profesión del mantenimiento -si es que puede llamarse estético- de un cementerio. Pero ni los vaivenes en la relación con su hija, las constantes críticas de su madre o incluso la aparentemente superada etapa que la viera padecer un cáncer bastante cruento motivan la verdadera preocupación de Lucie. No hay muchos nombres o adjetivos para referirse a lo que le pasa. Es algo así como una constante opresión en el pecho, una angustia permanente causada por esa horrible sensación de nunca haberse dedicado a uno mismo, de estar siempre pendiente de los demás o de satisfacer las expectativas que otros tenían para su propia vida, la de Lucie, quien paradójicamente nunca la sintió como propia. Encontrar una profesión que le apasione, le dicen algunos; encontrarse un buen marido, le dicen otros (su madre); o simplemente pensar primero en sí misma, en lo que ella quiere, le dicen los de más allá (su hija). Pero por más sugerencias que le den, Lucie sigue a la deriva.
La película se plantea como una comedia bastante sutil que inicialmente puede dar la sensación de que encontrará sus momentos más dramáticos a partir de la grave enfermedad que padece la protagonista a pesar de encontrarse ya en estado de remisión. Pero la cosa no viene por ahí. Con ese tono de sutileza cómica, esta historia construye lentamente a un personaje algo inseguro, sufrido y altamente propenso a ganarse la empatía del espectador para utilizar el tema de la enfermedad como un motor de cambio para problemas mucho más profundos cuyo origen se remonta a un período muy anterior a ese en el que las células cancerosas empezaron a desarrollarse en el cuerpo de Lucie. Y esto se traduce en una maravillosa escena en la que la charla que la protagonista mantiene con una vendedora de pelucas se pasa un poco de los límites de la normalidad que uno podría esperar entre alguien que quiere concretar una venta sin salirse del marco de la sensibilidad mínima que hay que conseguir con un cliente que busca cubrir las huellas de una enfermedad que casi la mata.
Porque Lucie no encuentra la respuesta a sus dudas existenciales hablando con su madre o tratando de limar asperezas con su hija. Ni siquiera por medio de la relación que empieza a construir con el carismático y sensual Clovis (Kassovitz). La solución viene de la mano de un peculiar grupo de baile/terapia de grupo conformado por varias mujeres que sufren tanto como Lucie y cuya profesora es nada menos que la vendedora de pelucas.
La más bella es una historia de superación, amor a la vida, esperanza y segundas oportunidades que consigue plasmar en forma de comedia no tan ligera la idea de que la satisfacción que podemos llegar a tener con nuestra parte exterior o física en todos los niveles y nuestra capacidad para asignarle la cuota justa de importancia tiene su raíz en cuestiones internas mucho más difíciles de ver o asimilar pero tanto más valederas y potentes como agentes de la felicidad.