Cuando lo que importan son los temas, el tan mentado mensaje, y no el cine, lo que sucede son narraciones como La más bella. Películas de las que uno puede sospechar que fueron animadas por la buena voluntad pero que, sin embargo, los resultados se alejan de todo concepto de lo cinematográfico para convertirse solo en un facilitador, en un puente por el que transitan las enseñanzas que se le quieren verter al espectador. “El medio es el mensaje” brilla por su ausencia; más bien, aquí el mensaje es el mensaje y el medio importa poco y nada. No hay quien dude de las buenas intenciones de la guionista y directora Anne-Gaëlle Daval (este es su primer largometraje), pero el problema, que arranca en el guion mismo, se extiende, cual pandemia, a todos y cada uno de los aspectos del film. Lo que ocurre, finalmente, es que su realización termina por acercarse a los postulados de “usted puede sanar su vida” y de cualquier otro libro motivacional de Louise L. Hay y congéneres, y acaba por plantarse, sin lugar a dudas, en las antípodas de la obra de, digamos, una Agnès Varda.
A fuerza de su carismática fotogenia, un desperdiciado Mathieu Kassovitz trata –a pesar del poco tiempo en pantalla, a pesar de lo endeble de su personaje, a pesar de ciertas situaciones enclenques en las que se ve envuelto– de colorear e insuflar vida a su Clovis, un simpático don juan que intenta seducir a Lucie (Florence Foresti). Pero Lucie sufre. Sufre mucho. Y sufre no solo porque recién sale a flote de un cáncer de mamas (esta única situación ya era suficiente para un señor drama), sino porque también el miedo a una recidiva la paraliza; siempre se ha sentido fea; piensa que nadie la quiere y hace mucho que no tiene sexo; no se halla con su peluca ni con su cabeza pelada por la quimioterapia; la madre continúa vapuleándola; la hija adolescente no le habla; y, además, está sola, es tímida, torpe y no sabe bailar. En definitiva, se siente una extraña en su propio pellejo. Entonces, la aceptación, como un deus ex machina, le llega de la mano de una bella y sabia señora quien, por las vueltas del guion, primero vende pelucas y luego enseña danza; y de un entrenamiento en el arte del striptease, que trae aparejado, como bonus track, el aprender a valorar y a querer el propio cuerpo.
En este drama en clave de comedia se confunden los traumas de la niñez con las cicatrices que deja la enfermedad y no queda bien en claro ni lo uno ni lo otro. Al argumento le faltó decisión (qué historia contar, qué rol juegan los personajes secundarios, a qué darle importancia y a qué no) y esto se reflejó en la puesta en escena. Al mismo tiempo, el relato, tanto desde lo visual como desde lo sonoro, no aporta más que obviedades y lugares comunes que, para colmo de males, no se asumen como tales. En el marco de esta historia, por ejemplo, que el galán invite a bailar a la protagonista mientras suena “You Are so Beautiful”, por Joe Cocker, por más que se lo quiera vender como un gesto autoconsciente, se transforma en un recurso tosco, predecible, muy poco elaborado.
El revoltijo de ideas apenas esbozadas, de máximas aleccionadoras y de filosofía de manual se hace tal que nada logra sustraer al espectador de la agria sensación de que se ha banalizado todo tratando de cubrirlo con la apariencia de lo profundo. Al querer ser “verdaderos” se olvidaron de ser verosímiles. Difícil es, por ende, para el público, correr la pátina de representación que impregna todas las secuencias, suspender su incredulidad y dejar de lado el hecho de que se trata de una ficción y así creer en esta Lucie sufriente, aunque también combativa.
De esta manera, nada termina por cuajar, ni la comedia ni el drama. Porque, en última instancia, lo que pretende La más bella es lo real y solo consigue raspar lo superficial. No es mala voluntad, es peor, es impericia. Torpeza o anhelo de transmitir un mensaje, “el mensaje”, el corolario es el mismo: lo que hace bello al cine no está.