Como arcilla entre las manos
Ganadora del Oso de Oro en el Festival de Berlín, el film del rumano Calin Peter Netzer construye su trama de telaraña a partir de un accidente de tránsito, un episodio medular que asocia a la vez que desoculta -y miente- afectos, relaciones familiares y sociales. La mirada del hijo tiene su fuerza centrípeta en la figura férrea de Cornelia (la estupenda Luminita Gheorghiu), madre del responsable al volante: hijo de edad avanzada, mirada caída, como si de un sonámbulo se tratase.
Para llegar a su punto crítico, el film mantiene un prólogo premeditadamente disperso, que permite entrever un añorado vínculo de madre. El accidente llega como noticia imprevista, para ella y para el espectador. El fuera de campo es total, no hay necesidad de descubrir en flashbacks qué es lo que sucedió, el hecho será mucho más sentido por las reacciones circundantes, por los pequeños datos que asoman.
Lo que golpea rápido es el comportamiento estoico de esta familia con su hijo en apuros, quienes evidentemente saben muy bien dónde guardar sus afectos para priorizar lo que se debe: abogados, medicamentos, dinero, todas piezas de un ajedrez al que más vale agilizar. Ninguna lágrima, nada de caricias. Tampoco un mínimo de pesar por la vida que se ha perdido: la de un niño cuya familia es reverso social de la de Cornelia: ciudadanos de la periferia, de extracción humilde, sin contactos ni relaciones.
El comportamiento de Cornelia es ejemplar: lo que sea por su hijo. Las fisuras son lo mejor del film. Allí cuando el hijo, siempre harto, cansino, da un portazo tras despacharse con su padre: "Eres arcilla entre sus manos" le dice a él. "Sí, eres arcilla", le ratifica ella a su marido.
Las maniobras a atravesar no tendrán límites. Porque, como se dijo, cualquier cosa por un hijo. Además, es el único hijo. Ustedes tuvieron, al menos, dos; explica Cornelia a los padres humillados por "la voluntad de Dios". Éste es uno de los momentos más sorprendentes del film, donde se cruzan lágrimas, palabras, de un asidero flotante, cambiante, que obliga al espectador a estar más atento, a preguntarse qué es lo que de veras sucede.
Por todo esto, la escena final es magistral. El espejo retrovisor del auto de Cornelia devuelve el diálogo entre su hijo y el padre del niño fallecido. Antes, él tuvo que pedir a su madre que le dejara bajar del auto. Para luego volver al mismo asiento de siempre, el de atrás. Como cuando era un niño, el de toda la vida. Sus lágrimas parecen ciertas. Las de Cornelia, en todo caso, son tan sinceras como se lo permite su amor de madre, amparado en su apellido de relieve y un ahorro en euros.