En el nombre del hijo
A partir de un episodio tan dramático como cotidiano, La mirada del hijo va tejiendo una trama capaz de dar cuenta no sólo de un proceso de descomposición familiar, sino también social. Gran trabajo de la actriz protagónica, Luminita Gheorghiu.
El llamado no podría haber sido más inoportuno... pero siempre lo hubiera sido: las malas noticias nunca son bien recibidas, en ningún momento ni lugar. Algo grave debe haber sucedido para que una amiga arranque a la portentosa Cornelia de una función de L’elisir d’amore, la bulliciosa ópera de Gaetano Donizetti. Y el motivo de semejante urgencia no demorará en saberse: Barbu, el hijo único de Cornelia, acaba de sufrir un accidente de auto. No, no hay nada de qué preocuparse, Barbu salió ileso. Pero en una maniobra imprudente atropelló en la ruta a un chico de 14 años, que murió antes de llegar al hospital. Y una prueba de alcoholemia puede comprometerlo aún más. A partir de allí, esa madre posesiva y plena de recursos hará todo lo que tenga que hacer (sea o no sea legal) para salvar a su hijo adulto de las consecuencias de su acto. Y sin importarle siquiera qué es lo que él piensa al respecto.
Lo notable de La mirada del hijo, la gran película del rumano Calin Peter Netzer que el año pasado ganó el Oso de Oro de la Berlinale, es cómo, a partir de un episodio tan dramático como cotidiano, va tejiendo una trama capaz de dar cuenta no sólo de un proceso de descomposición familiar, sino también social. Como en La noche del señor Lazarescu (2005), de Cristi Puiu, y 4 meses, 3 semanas, 2 días (2007), de Cristian Mungiu (ambas con guión de Razvan Radulescu, libretista ahora de La mirada del hijo), el film de Netzer también se suma al ácido retrato de su país, de sus antecesores. Pero si en aquellos títulos el acento estaba puesto en las capas más desprotegidas de su sociedad, ahora en cambio el foco está puesto en los nuevos ricos, que se manejan hoy como si todavía fueran los miembros más encumbrados del régimen de ayer, porque siguen teniendo la misma impunidad. Antes se la daba el poder y ahora el dinero, parece decir el film de Netzer, que describe los desesperados esfuerzos de esa madre envuelta en pieles por salvar a su hijo del cargo de homicidio culposo.
Basta ver a Cornelia (la extraordinaria Luminita Gheorghiu) en acción para darse cuenta de cómo se mueve no sólo su personaje sino también toda su clase social. Escoltada por su amiga Olga (Natasa Raab), casi tan imponente como ella, Cornelia casi toma por asalto la gris comisaría de provincia en la que tienen demorado a su hijo (Bogdan Dumitrache, protagonista de la inminente Cae la noche sobre Bucarest, de Corneliu Porumboiu). Los agentes policiales no son precisamente unos novatos, pero Cornelia conseguirá en sus propias narices que Barbu cambie su declaración por una menos incriminatoria, al tiempo que amenaza con hacer valer nombres e influencias varias.
Esa es apenas una de las grandes escenas de La mirada del hijo, un film que a pesar de provenir de una cinematografía y un paisaje tan lejanos parece, sin embargo, tener tanto que ver con la realidad argentina, casi como si se tratara de un espejo deformante. Y aunque muy distintas en su concepción y objetivos, tanto el accidente que dispara el conflicto como la necesidad posterior de ocultarlo tienen más de un punto en común con La mujer sin cabeza (2008), de Lucrecia Martel.
Tal como señala el propio director (ver aparte), la incomodidad esencial que provoca La mirada del hijo está en el punto de vista elegido, que no es otro que el de esa madre asfixiante como un pulpo, capaz no sólo de enfrentarse a la policía sino también de revisar a escondidas la casa de su hijo y hasta de carear a su compañera, a quien por supuesto quiere bien lejos de la luz de sus ojos. ¿El padre del triste Barbu? Podrá ser un médico muy reconocido, pero no cuenta para nada. Tal como su propio hijo se lo echa en cara, es apenas una masa blanda en las manos de Cornelia, que le da forma según su humor y sus necesidades.
Hay algo a la vez monstruoso y querible en esa madre que sufre como la agonista de una tragedia griega frente a la cámara siempre atenta, nerviosa, generalmente en mano del director de fotografía Andrei Butica. Pero el suyo no es un dilema de orden moral sino de carácter práctico: ¿cómo evitar que ese accidente destruya la vida su hijo? Lo que Cornelia, a pesar de todo su status y su barniz cultural (lee a Pamuk y a Herta Müller porque ganaron el Nobel), no puede llegar a comprender es que ella ya lo hizo antes, primero que nadie, como si lo hubiera atropellado con su amor, su temperamento y su dinero desde el mismo día en que nació.