Las clases y las personas
Uno de los grandes méritos de La mirada del hijo, ganadora del Oso de Oro y el premio FIPRESCI el año pasado en el Festival de Berlín, es la variedad de lecturas que permite, lo que la emparenta con otros exponentes de su país como La noche del señor Lazarescu o 4 meses, 3 semanas, 2 días. Hay una anécdota central, clara, precisa, hay un seguimiento detallado de las acciones, y en esa exploración van apareciendo otras cuestiones que enriquecen la premisa inicial.
La película desde el comienzo propone un punto de vista problemático, al centrarse en Cornelia, una típica exponente de la clase media alta de Rumania, aunque por sus modalidades de construcción cultural podría pertenecer a cualquier otro país, como la Argentina, por ejemplo. Es esa clase sostenida en base al consumo, al cual muchas veces disfraza de intelectualidad, pero también en la impunidad, esa impunidad que nace de sentirse superior por tener una profesión de peso (en el caso de ella la arquitectura), vínculos con sectores influentes y dinero -o al menos la cantidad de dinero suficiente para mover las palancas que hacen falta-. Su andamiaje tan tranquilizador entra en crisis cuando una amiga viene a avisarle, interrumpiendo su disfrute de una ópera (ahí ya hay toda una mirada sobre el personaje, toda una toma de posición), que su hijo ha tenido un accidente automovilístico. No está herido, pero atropelló a un joven, quien murió antes de llegar al hospital. Si llegan a hacerle una prueba de alcoholemia, quedaría muy mal parado.
A partir de allí, Cornelia empieza a desplegar toda una serie de tácticas, destinadas a que su hijo pueda salir indemne y no quede tras las rejas. Le hace cambiar la declaración, que al principio lo incriminaba por otra más acorde a sus propósitos, frente a las mismas narices de los policías; recurre a todas las influencias posibles; y hasta se propone sobornar a un testigo, entre otras cosas. Lo que realmente escapa a sus cálculos es el enfrentamiento que sus acciones provocarán con su hijo, quien comienza a reprocharle de manera cada vez más marcada su manía de controlar los destinos de las personas que están a su alrededor. A la vez, lo que va quedando para ella de manera cada vez más patente es que hay influencias que no alcanzan y que no todo se puede solucionar con dinero, que hay pérdidas irreparables, decisiones que marcan para siempre y vínculos rotos imposibles de recomponer.
Da para especular (y por ende comparar) cómo habrían sido presentados los personajes del film de Calin Peter Netzer en el contexto del cine argentino, en especial en lo que respecta a su protagonista. Hay un problema crónico en buena parte de la cinematografía nacional vinculado a cómo se observan las distintas clases sociales: si muchas veces la mirada sobre los pobres es -valga la redundancia- pobre, la visión sobre las clases media y/o alta está atravesada por el esquematismo y hasta cierto miserabilismo. Para eso, basta con ver films como Betibú, Las viudas de los jueves o Una semana solos, que nunca salen de las obviedades, porque ya tienen sus tesis establecidas antes de comenzar sus historias, forzando a sus personajes a seguirlas aunque las reglas de verosimilitud indiquen otras direcciones. En cambio, en La mirada del hijo el punto de vista y su recorte sobre el mundo se va configurando a partir de los cuerpos que se siguen, de esas personas que toman decisiones terribles, que se equivocan, que cometen toda clase de errores, que cargan con historias pasadas no precisamente luminosas, que incurren en unas cuantas miserias, pero que aún así nunca dejan de ser seres humanos, individuos ordinarios, en fin, personas.
Ese humanismo que atraviesa todo el largometraje no impide que el relato sea en extremo crítico con lo que se muestra, que adquiera una complejidad mucho mayor y que genere, finalmente, muchas preguntas, todas difíciles de contestar, sobre los relaciones familiares, las confrontaciones sociales y económicas, el funcionamiento de instituciones como la justicia o la policía dentro de un Estado corrupto, las reformulaciones de penas y castigos a través del arrepentimiento o la noción de víctima. Lo consigue a través de una narración que avanza de manera implacable y una puesta en escena que trabaja los espacios en toda su profundidad (ver por caso la última, espléndida secuencia), captando la atención del espectador y manteniéndola de principio a fin.
Film de múltiples capas, que despliega sus elementos sin manipulación, La mirada del hijo rompe con los esquematismos, elude las oposiciones simplistas y efectistas, y nos obliga como espectadores a hacernos cargo de lo que miramos, a ponernos en lugares incómodos, a dejar de lado las respuestas tranquilizadoras. Y lo hace a puro cine.