El año cinematográfico comienza en la Argentina de la mejor manera: el regreso en gran forma de uno de los últimos directores y actores clásicos de Hollywood. Como en Gran Torino (donde también se lucía delante y detrás de cámara), el creador de Los imperdonables, Bird, Río místico y Million Dollar Baby regala una película reflexiva y testamentaria en lo social, lo político y lo sentimental construida con el inoxidable pulso narrativo de uno de los grandes realizadores estadounidenses de todos los tiempos.
La historia de Leo Sharp –conocida desde la publicación de varios artículos en el diario The New York Times– pedía una película. Este veterano de la guerra de Corea tenía una pequeña granja donde cultivaba y comercializaba lirios. Pero, a principios de este siglo, el negocio dejó de ser redituable, empujándolo a una quiebra que lo llevó a perder casi todo. Fue en ese momento que, a través de un conocido, trabó vínculos con el cartel de Sinaloa y se convirtió en uno de sus choferes estrella, distribuyendo decenas de toneladas de droga a lo largo de los Estados Unidos. Apodado “El Tata” por sus 87 años, fue apresado una década después por la DEA con más de 100 kilos de cocaína en los bolsos que llevaba en la caja de su camioneta.
¿Qué motivó a un anciano de apariencia tranquila a involucrarse en una de las actividades ilegales más peligrosas del mundo? Alrededor de esa pregunta el inoxidable Clint Eastwood construye La mula, un thriller con tintes dramáticos que funciona como una nueva entrega de ese extenso y complejo testamento social, político y sentimental que el director de Más allá de la vida, Cartas desde Iwo Jima e Invictus viene escribiendo desde hace más de una década.
No parece casual que Eastwood haya elegido dirigirse a sí mismo por sexta vez exactamente diez años después de Gran Torino, la que hasta ahora era su última película cumpliendo ambos roles. Como en aquella película, aquí se narra el proceso retrospectivo de un hombre que, empujado al abismo de la soledad y la inminencia de la muerte, mira hacia atrás para observar cómo el mundo y su vida han dejado ser aquello que alguna vez fueron.
La primera escena muestra, por si hiciera falta, que el pulso clásico de Eastwood es inoxidable. Es una extensa secuencia que pinta, a través de un montaje paralelo, el comportamiento habitual de Earl Stone. Hosco, gruñón, desconfiado y autosuficiente, en él entran todos los personajes anteriores de Eastwood, como si quisiera marcar el peso de su legado a través de la autoconciencia.
Esa escena tiene a su hija a punto de casarse y visiblemente nerviosa ante la ausencia paterna, al tiempo que él se pasea muy tranquilo por una convención de floricultores donde es tratado con un respeto que devuelve con caballerosidad y simpatía. Son, entonces, las dos caras de una persona que, como dirá él mismo más adelante, ha priorizado siempre las obligaciones (auto)impuestas por sobre sus responsabilidades familiares.
Un tiempo después, fundido a raíz de la venta vía Internet y tapado de deudas, ensaya un intento de amistarse con los suyos en vísperas del casamiento de su nieta, la única que todavía parece quererlo. Rechazado por su ex mujer (Dianne Wiest) e ignorado por su hija (Alison Eastwood, hija real de Clint), termina hablando con un invitado que lo pone en contacto con uno de los infinitos brazos del cartel de Sinaloa.
Otra vez como en Gran Torino, lo primero que hace el viejo Earl es dejar de lado sus convicciones. O, mejor dicho, problematizarlas, porque dejarlas implicaría un simplismo narrativo que Eastwood felizmente evade. Xenófobo y orgullosamente proamericano, es ahora empleado de una organización dominada por latinoamericanos. Los viajes, además de algunos bienvenidos toques de humor, aportarán pequeños elementos que muestran la comprensión de Earl de que los hilos del mundo contemporáneo se mueven hacia direcciones distintas a las de antaño.
Plácida y reposada como gran parte de la obra crepuscular del director, La mula tiene tres subtramas que avanzan en paralelo. La primera es el progresivo encaje de Earl dentro de un sistema que no por ajeno le resulta incómodo. Al contrario, aprovecha los viajes para visitar amigos y viejos conocidos, en línea con la idea de que la finitud es una amenaza constante. Esto último motoriza una mirada hacia ese pasado lleno de errores que intentará remendar. Pero ojo, porque aquí remendar no implica redención, sino la certeza de que esos errores son irreparables y que solo queda intentar asumir las responsabilidades de los daños causados, tal como muestra la escena final.
La última subtrama está centrada en los avances de una investigación policial que lentamente empezará a cerrarse sobre él. Lejos de la mirada maniquea de El francotirador y 15:17 Tren a París, no por nada sus películas más flojas en años, el agente encarnado por Bradley Cooper es un hombre de convicciones firmes que encuentra en Earl –antes de saber que es su objetivo– una referencia masculina.
Este agente encarna, igual que el personaje de Tom Hanks en Sully, al personaje ordinario –ordinario entendido como normalizado dentro del sistema– que intenta hacer su trabajo de la mejor manera posible, en lo que es otra aproximación al heroísmo y cómo se construye un héroe, uno de las grandes temas del Mundo Eastwood. Un mundo que muta sus variables acordes a estos tiempos, que dialoga con lo real a través de la mirada desencantada que diagnostica un estado de situación crítico aun cuando esto sea favorable para Earl: nadie, nunca, jamás pensaría que él es la tan buscada mula. Una mula que encuentra la paz interior al final de su camino.