Las vueltas en el camino de la vida
Leve, afable, la nueva película de Clint es un Eastwood familiar, tanto en el sentido literal como metafórico del término.
La vejez, el paso del tiempo y las cuentas pendientes a saldar antes de la inexorabilidad de la muerte han planeado como una sombra en la obra de Clint Eastwood, desde Los imperdonables (1992) hasta Gran Torino (2008), que se suponía -él mismo en su momento lo dio a entender- iba a ser su despedida como actor. Diez años después de aquel hito en su filmografía, Eastwood vuelve a dirigirse a sí mismo en La mula, una película de una sencillez infrecuente en el altisonante cine estadounidense actual y en la que el último gran director clásico de Hollywood vuelve una vez más a esos mismos temas, que había postergado durante su controvertida saga dedicada al problema de la naturaleza del héroe –Francotirador, Sully, 15:17 Tren a París–, donde necesariamente se había apartado de la pantalla.
El punto de partida de The Mule es simple y está basado en un hecho real (como lo eran también los de sus películas recién mencionadas) recogido en un artículo periodístico reciente de la New York Times Magazine titulado “The Sinaloa Cartel’s 90-Year-Old Drug Mule”: la historia de un anciano que con su camioneta, su piel blanca, sus ojos azules y su pretendida inocencia llegó a hacer una docena de viajes cargado de cocaína para un poderoso cártel de narcos mexicanos. El guión de Nick Schenk -el mismo libretista de Gran Torino- parece sin embargo escrito a medida del propio Eastwood, de forma tal que al suceso central, al que no es ajena una investigación de la Drug Enforcement Administration (DEA), le va agregando personajes, escenas y detalles que calzan como un guante a la personalidad y la leyenda que el actor se forjó a lo largo de décadas y que él mismo se ocupó de ir cuestionando y deconstruyendo en los últimos tiempos.
A la columna vertebral de la trama, de un moderado suspenso, que nunca pretende recargar, Eastwood y Schenk la van enriqueciendo con una subtrama que va ganando espesor y en la que el director parece querer mirarse como si lo hiciera frente a un espejo, que no siempre le devuelve su mejor imagen. Earl, su protagonista, tiene casi su misma edad (Eastwood ya cumplió 88 años) y –como el actor y director– siempre privilegió el trabajo y la vida extramarital a su vida familiar, eternamente postergada, como le recriminan su ex mujer (Diane Wiest) y su hija (Alison Eastwood, hija del director, nada menos).
No es que Earl ahora de viejo pretenda redimirse –un verbo que no figura en el diccionario Eastwood– pero sí eventualmente está dispuesto a asumir sus responsabilidades y reconocer sus errores. Y hacérselos ver también a quienes todavía están a tiempo de corregirlos, como se desliza en un par de diálogos casi al pasar que mantiene ya sea con un narco mexicano que supone que su trabajo para el cártel lo es todo, o con el agente de la DEA (Bradley Cooper) que lo persigue incansablemente y que por lo tanto también está postergando su propia vida, como si no existiera otra que no fuera la del trabajo. Ni qué decir del propio Eastwood, que actuó en más de 70 películas, de las cuales dirigió 37, sin señales de retiro a la vista, pero sí con unos cuántos guiños personales a todo aquello en su vida que fue dejando atrás.
En ese sentido, La mula –un título que alude no sólo al “oficio” de Earl sino también a su testarudez– parece dialogar tanto con Million Dollar Baby (2004), donde el distanciamiento entre padre e hija era dramáticamente determinante, como con Curvas de la vida (2012), donde Eastwood no dirigía pero su personaje era más Clint que nunca y se permitía restablecer el vínculo con su hija, interpretada por Amy Adams. Leve, afable, no exenta de humor irónico –como cuando el anacronismo del protagonista se tropieza con la corrección política actual–, La mula tiene una puesta en escena tan funcional como elegante. Y es un Eastwood familiar, tanto en el sentido literal como metafórico del término.