El protagonista de La mula se sienta al volante de una vieja camioneta Ford, acciona la palanca de cambios, mira por el espejo retrovisor y sale marcha atrás, todo con la parsimonia y precisión de alguien que ya no tiene por qué apurarse pero tampoco podría hacerlo si quisiera. Es EarlStone, el personaje de ficción basado libremente en un viejo de noventa años que protagonizó una nota del New York Times por transportar drogas para un cartel, y tambiénes Clint Eastwood haciendo un comentario sobre sí mismo, su papel en la historia del cine y como representante de cierto tipo de masculinidad blanca, todo el tiempo. Estamos en un mundo lleno de sentido, donde un personaje cinematográfico puede esculpirse hasta en el mínimo gesto cotidiano, y a la vez en un mundo roto, hecho por y para el tipo de hombre que Eastwood representa, solo que ese hombre –que se mueve como si fuera dueño de todo y a la vez es dueño de nada– parece haber sobrevivido demasiado como para terminar sus días como un patriarca orgulloso. La complejidad y la riqueza de La mula se basan en la interacción de esos factores a lo largo de toda la película, y en el modo en que Eastwood usa la ficción como soporte para construir una bella imagen crepuscular, aguda y dolorosa, de una manera de ser hombre en el siglo XX.
La historia es la de Earl Stone (Eastwood), un veterano de Corea que hace varios años está separado de su esposa Mary (Dianne Wiest) y de su hija y nieta porque, según dice con todas las letras, fue un padre y un marido pésimo, convencido de que su lugar estaba en el mundo social y era ahí donde debía destacarse mientras descuidaba el hogar y los vínculos -o mejor dicho, y a esto la película lo deja muy en claro, mientras la mujer sostenía todo aquello que él abandonaba (ni siquiera es necesario hacer una lectura de género sino atender a lo que plantea la propia película). En la actualidad Earl se dedica a cultivar flores pero económicamente está arruinado, y cuando trata de ir a la fiesta de compromiso de su nieta la familia lo rechaza. Solo y sin recursos, con uno de esos cuerpos en los que la carne se retrae y las facciones empiezan a ser esculpidas por la muerte, a Earl no le queda mucho tiempo para saldar sus deudas pendientes si es que quiere hacerlo, y la oportunidad llega a través de un negocio turbio: los miembros de un cartel de narcos mexicanos le ofrecen mucha plata a cambio de cruzar el país para transportar mercaderías hasta Chicago. Contra todo pronóstico y a pesar de (o gracias a) la ignorancia de Earl respecto a ese mundo de ilegalidad latina, el método funciona y al viejo, además de concederle el honor de conocer al jefe (Andy García) y sumarse a su fiesta de lujo y mujeres, le llegan fajos cada vez más abultados.
En un momento intervendrá un agente de la Dea interpretado por Bradley Cooper para poner en riesgo el nuevo emprendimiento de Earl Stone, pero lo que realmente le importa a Eastwood no es tanto la película de género sino la historia de redención que habilita, al punto que por momentos se “abre” la trama principal para comentar la convivencia de este viejo con las nuevas condiciones del presente, y parece que Eastwood saliera y entrara del personaje a su antojo como capricho ganado a sus ochenta y pico. Y en esa redención no pesa tanto el arrepentimiento ni ningún otro aspecto moral sino la guita: es exhibiendo pulseras de oro y camioneta nueva, o pagando la fiesta de casamiento de la nieta, como Earl paga el peaje para regresar a la familia. Incluso si lo sentimental aparece más explícitamente, Eastwood es lo suficientemente sabio -y hay algunas miradas dolorosas que lo ponen de manifiesto- como para entender que lo que el personaje de Earl Stone dice (y sobre todo lo que le dice al personaje de Bradley Cooper, que en tanto varón blanco representa a su heredero) no es exactamente lo que estamos viendo. Hay una fisura ahí, y por esa fisura se cuela la disposición patriarcal de todo un siglo y la necesidad imperiosa de negociar con el presente como una cuestión de supervivencia.