En un libro de filosofía, sus dos autores dicen: “A veces ocurre que la vejez otorga, no una juventud eterna, sino una libertad soberana”. No es seguramente la prerrogativa del paso del tiempo; están quienes poco aprenden de ese irreversible fenómeno porque insisten en las certezas iniciales y así desconocen la aventura de las diferencias; otros se disponen a lo que les es impropio y entonces aprenden. Es el caso de Clint Eastwood.
La libertad ha sido siempre su tema, y a lo largo de sus películas no ha hecho otra cosa que observar ese valor absoluto, del que nadie duda pero que poco se ejercita, en sus numerosas variaciones.
La mula, como Jinetes del espacio (2000) y Los puentes de Madison (1995), dos películas grandiosas hermanadas espiritualmente con esta, examina a fondo el sentido de la libertad.
El paradójico plano final de La mula glosa una forma de libertad soberana. Existe siempre un resquicio de libertad, incluso en las peores circunstancias, siempre y cuando no se traicione aquello que pone en movimiento la voluntad de existir. Los planos iniciales y finales de los lirios están en sintonía con tantos otros momentos del cine de Eastwood. ¿Cuál se debería elegir? ¡Son tantos!
Que Eastwood haya tomado el caso real de un excombatiente de la Segunda Guerra Mundial que a sus 87 años empezó a trabajar como “mula” para un cartel mejicano indica el desprejuicio del cineasta.
En ningún momento del filme se insinúa alguna objeción moral. Ni se justifica ni se pondera a los narcos, como tampoco a los policías. Todos son hombres y mujeres que no saben muy bien lo que quieren. Hay varios diálogos, siempre hermosos y lacónicos, que apuntan a ese dilema; uno de estos transcurre en una cafetería entre el detective que interpreta Bradley Cooper (que trabajó ya con él en El francotirador) y el mismo Eastwood; otros entre este y un joven narco que lo controla. La prioridad es siempre la misma: cuidar de los placeres y atender a quienes se ama.
El prólogo de La mula se circunscribe al año 2005; el filme se desarrolla en el 2017. Se respeta la historia verídica de Leonard Sharp, el excombatiente en cuestión en cuya historia se basa la película, pero a su vez se añaden inquietudes que son del propio Eastwood.
Que Eastwood esté detrás y delante de cámara no es un dato menor, como tampoco lo es la sustitución de que su “Tata”, como lo llaman sus colegas narcos, no sea ya un veterano de la Segunda Guerra, sino de la Guerra de Vietnam, cambio que permite asociar este filme con el personaje de la película Gran Torino (2008), uno de los últimos que interpretó el mismo Eastwood.
El resto es conocido: el viejo “Tata” entrega bolsas de cocaína, recompone su economía, recupera su hipotecada granja, intenta reencontrarse con su familia y ayuda un poco a los que lo necesitan; mientras, agentes de la DEA y otras fuerzas del orden intentan atraparlo.
En La mula, Eastwood ríe, baila, se enfiesta, ama, canta, maneja y cultiva sus gloriosos lirios. Puede ser el último filme como protagonista, y de ser así trascenderá con este retrato en el que un artista de 88 años se siente soberanamente libre y no teme mostrarse como tal.