Como en toda su cinematografía previa -en gran parte presentada también en el BAFICI-, Inés de Oliveira Cézar indaga en la psicología femenina, sumergiéndose en ese universo poblado de sugerencias, emociones contenidas, impulsos irrefrenables, misterio, intuición, sensualidad.
Abril (María Figueras) es todo eso y mucho más: una mujer que atraviesa una crisis nunca explicitada, con problemas con su pareja y con la salud de su cuerpo. Un hecho inesperado dispara su partida, pero esto no nos asombra, sabíamos que algo así habría de suceder: algo se estaba gestando. Súbitamente, Abril viaja a una apartada playa en Brasil, sin anunciarlo, si rendir explicaciones a nadie. Como en aquel film de Ariel Rotter, El otro, en que un hombre partía de viaje ante un hecho sorpresivo y ensayaba otra identidad, aquí la protagonista sale en busca de sus otros yoes, intenta ser otra, probar con otro nombre y otras actividades en otro espacio muy diferente del cotidiano. Pero nuevamente su relación con los hombres le juega una traición, interrumpiendo esta búsqueda interior.
María Figueras –una actriz que conocemos sobre todo del teatro, con gloriosas interpretaciones de obras de Chejov (a quien ella menciona en el film)- se echa al hombro un protagónico difícil, con su presencia predominante, en que los silencios, los gestos, en primeros planos, y los desnudos superan en importancia a las palabras.
Pero La otra piel no se limita a esto, podría decirse que se trata de dos películas en una: la pareja de Abril es un director de teatro que ensaya una puesta con su elenco. Rafael Spregelburd tiene un rol idéntico a su realidad extracinematográfica: ensaya La terquedad, pieza que presentó en el teatro Cervantes en 2017 y acaba de culminar. En un difícil equilibrio entre ficción y documental, vemos los ensayos –aunque los actores son otros- y por fin, la puesta en el Cervantes. En este complejo cruce entre la trayectoria de Abril/María y la obra de teatro, la voz en off de Spregelburd recita textos de la obra, que de alguna manera quieren oficiar de voz interior de la protagonista. Este cruce, algo críptico, no siempre funciona, ni se justifica. En todo caso, carece de la fluidez de la trama principal.
La apuesta visual (la cámara es de Federico Bracken) es la otra gran protagonista de este film: la permanente presencia de las ventanas, del mundo mostrado –y a veces deformado- a través del vidrio y atravesado por el agua son una clave insoslayable en esta película climática y abierta.