¿Farsante o auténtico milagrero?
Huérfano de catorce años, vecino de pueblo chico, ¿es Miguel Angel un vivillo, un farsante, un muchacho deseoso de atención o quizá de poder, un títere en manos de titiriteros políticos, un chico con ganas de soltar las plumas en compañía de su grupo de amiguetes, un chivo expiatorio de la volubilidad popular o un verdadero milagrero? Basado en un suceso ocurrido en el Chile de Pinochet, el realizador Esteban Larraín (con antecedentes como documentalista y sin parentesco con sus colegas Ricardo y Pablo Larraín) parece no saber qué pensar frente a este enigma. Es difícil comprender cuando no se hace el esfuerzo, y La pasión de Michelangelo se contenta con simplemente describir una situación que se presta a las más variadas interpretaciones, generando interrogantes que jamás responderá.
Se supone que el hecho sucedió a mediados de los años ’80. Hasta la Curia santiaguina llegan rumores de que en las afueras de un pueblito semidesértico llamado Peñablanca, un muchacho estaría comunicándose con la Virgen, produciendo milagros. El arzobispo encomienda al padre Tagle, jesuita en pleno estado de crisis de fe (Patricio Contreras), que se traslade a Peñablanca, para investigar qué está sucediendo. El padre Lucero, cura del lugar, no sólo ampara al muchacho (Sebastián Ayala), dándole casa y comida, sino que parecería ser el primer convertido al culto de Miguel Angel. Tanto como los vecinos de la zona, que suben cotidianamente a un montecito de las inmediaciones, donde el chico “reproduce” lo que la Virgen le dice (con el padre Lucero acercándole un micrófono), entra en éxtasis, habla eventualmente en un latín que ignora y padece estigmas que le producen visibles hemorragias.
A medida que crece la fama de Miguel Angel y el embotado padre Tagle no produce ningún informe, la superioridad se preocupa y la dictadura hace llegar al lugar a un funcionario, que oculta su identidad. “Hay que tener fe en el gobierno”, ordenará poco más tarde la Virgen, por boca de Miguel Angel. Progresivamente el muchacho comienza a desbarrancar: se envuelve en capas, se comporta como una suerte de pequeño Liberace y distorsiona cada vez más los mandatos divinos, al punto de indicar a los creyentes que coman tierra. En el colmo del travestismo Miguel Angel se disfraza de virgen, peluca rubia incluida, y es el acabose.
El padre Tagle contempla todo eso con un desconcierto que parecería también el del realizador. Larraín se limita a transcribir estos episodios con tal grado de abstención de todo punto de vista, que en la escena final se presencia lo que tiene toda la traza de ser un milagro por parte del muchacho, luego de que éste confesara en público que era todo una farsa. Con lo cual la de Miguel Angel termina siendo una fábula que no guarda en su centro un secreto, sino una simple yuxtaposición de sentidos intercambiables.