"La piedad", el estilo por el estilo mismo
En su búsqueda del retrato del enfermizo vínculo entre una madre y su hijo, el realizador español abusa del enamoramiento de sus ideas visuales.
La cámara está ubicada al ras de suelo y muestra, en cámara lenta y mediante un plano contrapicado casi vertical, a una mujer orinando para hacerse un test de embarazo. Unos minutos más tarde, esa misma cámara registra en primer plano la leche de una mama cayendo lentamente desde el pezón hasta la cabeza de un chico de veinticortos que nunca estuvo ni cerca de cortar el cordón. Y hablando de cordones, la cereza del postre llega poco antes de los créditos finales, cuando registra a esa madre pariendo. Lo hace enfocando la vagina, desde donde empieza asomar una cabeza que no es precisamente la de un bebé, sino la de ese hijo posadolescente enfrascado en una relación tóxica con mamá. Cuando sale, el muchacho queda tirado en el piso, llorando, envuelto en líquido amniótico y con el cordón umbilical uniéndolo a la madre.
Las tres secuencias –breves, contundentes, con la capacidad de clavarse como cuchillos en el ojo de un espectador acostumbrado a películas con temor a la ofensa– podrían corresponder a uno de los trabajos más provocadores de Gaspar Noé o de alguno de esos directores que filman motivados por las ganas de congraciarse en aquellos festivales europeos propensos a los escándalos. Allí está, por ejemplo, la Palma de Oro del último Festival de Cannes para El triángulo de la tristeza para comprobar que la búsqueda puede dar sus frutos. Pero no. Se trata de momentos que definen el espíritu arriesgado, de cacheteos constantes a quien mira, de La piedad, la coproducción argentino-española dirigida por el también actor español Eduardo Casanova y producida por, entre otros, su coterráneo Alex de la Iglesia.
Pero el núcleo del film no es la sumatoria de esos momentos, sino el vínculo retorcido y perturbador entre una madre recontra híper sobreprotectora y el pobre hijo que vive sometido a sus deseos y perversiones. Como dormir en la cama matrimonial ante los insistentes pedidos de ella, por ejemplo. Con papá ausente desde que los abandonó por otra mujer hace un par décadas, el vínculo, tan particular como enfermizo, se tensionará hasta más allá de lo imaginable cuando al muchacho le detecten un cáncer en la cabeza. Menuda sorpresa se lleva mamá (Ángela Molina), que está obsesionada con la cultura coreana y recrea sus bailes en la casa ante la mala nueva.
La piedad muestra el progresivo deterioro de Mateo (Manel Llunell) y, con ello, el de su madre, al tiempo que intenta sortear sus férreos controles con la ayuda de una psicóloga. El problema es que Casanova es de esos directores enamorados de sus ideas, especialmente las visuales, que en este caso consiste en una impronta pictórica y estilizada, pródiga en escenografías de color pastel y con una fotografía de tonalidad blanca que subraya el artificio del asunto. Todo eso puede leerse, en sus mejores momentos, como una ilustración grotesca de un mundo construido por ellos, ajeno a las vicisitudes del exterior. En los peores, como un nuevo ejemplo del estilo por el estilo mismo.