El segundo largometraje del realizador español Eduardo Casanova es un paso en falso tras la mucho más efectiva Pieles, en la que la que el humor negro se utilizaba en pos de un acercamiento, díscolo y fascinante, a aquellos individuos a los que la sociedad no puede mirar más allá de su superficie y ante quienes reaccionan con una mezcla de repulsión y extrañamiento. Si bien Pieles no escatimaba en secuencias que buscaban provocar al espectador, ponerlo al borde de la incomodidad, había un objetivo detrás de esa decisión: el fijar la cámara en los rostros de los excluidos como forma de rebelarse ante una unívoca concepción de la estética. Con La piedad, lamentablemente, no podemos decir lo mismo. Casanova apuesta un shock heredado de, entre otros referentes, Todd Browning, David Lynch y David Cronenberg, pero lo convierte en un fin en sí mismo. No hay nada por fuera de este.
En este caso, el cineasta aborda una relación madre-hijo bajo el prisma del horror, con una Ángela Molina que avasalla en su composición de Libertad, esa figura materna para Mateo (Manel Llunell) que, lejos de acompañarlo cuando el joven es diagnosticado con cáncer, se pone en el centro y se va transformando en una presencia posesiva y espectral, cuyas apariciones son reforzadas por la banda sonora de Pedro Onetto. Secuencias musicales, escenarios con colores contrastantes, paralelismos entre ese vínculo tóxico y un régimen dictatorial de Corea del Norte, con La piedad, Casanova no utiliza su claro virtuosismo en función del relato, simplemente se detiene en pasajes pretenciosos más de lo debido, cautivado por sus propias criaturas, pero sin mucho para decir sobre ellas.