La subversión del deseo
Es grato que Polanski esté de nuevo en nuestras pantallas, y que esta vez nos lleve al teatro, literalmente. Al cruzar las puertas de la sala encontramos a Thomas (Mathieu Amalric), preocupado, ansioso, nervioso. No es para menos, como director no ha encontrado a la protagonista para la obra que está montando. Le escuchamos hablar por teléfono y criticar a las nuevas actrices, incapaces de modular y que se les entienda siquiera lo que dicen. Cuando está a punto de retirarse resignado a esperar a que el día siguiente le dé lo que necesita, aparece Vanda (Emmanuelle Seigner), una mujer impetuosa, atrevida, que evidentemente llega muy tarde para audicionar, pero que no está dispuesta a irse sin probarse para el papel.
Desde que los dos personajes se encuentran la tensión sexual se presenta como un tercer personaje. No solo en términos físicos, también en lo filosófico. El clima es inquietante; a través de Vanda, que logra mostrar su interpretación, Polanski teje su red cuidadosamente y nos conduce a ella con su reconocida maestría. Para mayor impresión, es de destacar el parecido que Amalric tiene con el director, más cuando debe interactuar con quien es la mujer de Polanski en la vida real. El perverso combo es perturbador y excitante.
Vanda cautiva a Thomas, su actuación es sorpresiva y apabullante, pero parece tener otro plan, como si en su actuación le fuera algo más que la obtención de un trabajo. Conforme pasa el tiempo -el mismo para artistas y espectadores- los roles se subvierten, pervierten, resignifican.
De puesta impecable y excelentes actuaciones, el director vuelve con una adaptación de una obra de teatro -como lo hizo con menos éxito en "Un Dios Salvaje"-, enriqueciendo el texto y dotándolo de su audaz mirada, la que comparte con nosotros. Afortunadamente.