Los rostros del mal
Desde su primer corto, Asesinato (1957), Roman Polanski ha escrito con cada film un capítulo más de su retórica sobre el mal, entidad esta que asume variadas formas. Los comienzos de sus películas son invitaciones para introducirnos a lugares cerrados a través de un largo y delicado travelling, donde la cámara espía suele adoptar el punto de vista de un ser más allá de lo terrenal. Con esta presencia ingresamos y al final salimos. El círculo está presente y somos liberados, a diferencia de quienes soportan el horror de lo cotidiano adentro de un departamento, en un barco o en un teatro medio pelo de París, tal como sucede en La piel de Venus. La situación nos habla de un director de teatro que está buscando a una actriz para su obra, basada en la novela decimonónica Venus in Furs, escrita por Leopold von Sacher-Masoch, el hombre que dio nombre al masoquismo.
El viaje inicial de la cámara no es sólo un recurso de galantería propio de un realizador con oficio. La búsqueda del encuadre justo y el detenimiento frente a las puertas del lugar son las marcas subjetivas de quien elige a su víctima. Lo corroboraremos al instante: plano de espaldas al director de la obra, corte imperceptible y plano de una llamativa mujer cuyos ojos de serpiente ya lo han dicho todo. El travelling ha construido un marco de excepcionalidad y entonces es el momento adecuado para que comience el duelo dialéctico de palabras/miradas/cuerpos.
Los diálogos iniciales dan forma paulatinamente a las posiciones enunciativas de cada personaje. La sensibilidad del artista se verá afectada por la irrupción tilinga de esta mujer que interpela su academicismo como si fuera su lado oscuro, capaz de calificar la obra como un porno sadomasoquista. Mientras él se esfuerza por confirmar las fuentes literarias, ella insiste en un referente más cercano y popular, la canción de The Velvet Underground que lleva el mismo nombre. Será apenas el primer eslabón en una cadena de dominio femenino progresivo magistralmente sostenido por la misteriosa y fatal presencia de Emmanuelle Seigner ante el alter ego del polaco, que bordea el sano ridículo, compuesto por Mathieu Amalric. Hay un momento que marca un quiebre en la relación: ella ocupa el centro del escenario, iluminada para que resalte su palidez, mientras él la escucha de espaldas, sentado, recitar el texto de corrido, subyugado primero por el tono de su voz y luego por la perfección demoniaca que evidencia la postura corporal. Allí entra en el juego del que será víctima inevitable. Ahora la grosera interpelación se transformará en seducción. Los ojos de Seigner son los de la serpiente bíblica. El color rojo se esparcirá por diversos significantes hasta el final, en una secuencia de antiguos ritos paganos, extraordinariamente musicalizada.
Hay un malentendido recurrente en quienes ven teatro filmado en una película cuyo marco es teatral. Parece haber sido también el caso de La piel de Venus. La cámara espía de Polanski nunca se resigna al punto de vista estático del espectador en la butaca. En el interés por la dinámica de las relaciones interpersonales, jamás abandona a los personajes en ese espacio acotado. Los planos tienden, por tramos, a cerrarse para generar sensación de asfixia; cuando se abren, la cámara explora desde variados ángulos lo que ocurre, con la fluidez propia de quien se mueve para acechar con la mirada. Sus clásicos Long Shots de personajes conversando a distintas profundidades de campo acentúan un ida y vuelta entre una perspectiva más objetiva focalizada en el marco y otra que hace hincapié en el curioso observador. Cuando abandonamos el lugar y las puertas se cierran, somos expulsados, silenciosos, impotentes y ávidos. En ese único y continuo movimiento se reúnen todos los voyeurs del film, incluidos nosotros, los espectadores. Este desplazamiento coreográfico que atraviesa la intimidad del otro mucho tiene que ver con el cine y poco con el teatro.