Las cosas por su nombre
Parece ser que el teatro es un espacio de seguridad para Román Polanski, tal como sucediera en “Un Dios salvaje” (2011), el actor de muchas de sus propias películas, en su última realización, y siendo el personaje un director de teatro, deja el papel protagónico en manos de otro.
No está demás refrescar sus inicios de formación como actor bajo la dirección de su compatriota Andrzej Wajda, valga como ejemplo “Generación” (1955), un filme sobre la resistencia de los jóvenes polacos durante la ocupación nazi en la segunda guerra mundial. Pero el tratamiento y la idea llevada a cabo por el director, (magistral puesta en escena), hacen que no termine por establecerse como un definitivo alter ego de él mismo.
El principio y el final de la producción (prestar mucha atención) desarticula el resto del texto, algo del orden de la mirada social se pone en juego, y es casi una travesura que realiza Polanski con el uso de la cámara que parece un postulado, pero resulta ser otro. La cámara circula por los exteriores de la ciudad de Paris, en un lateral se ve la puerta de un teatro, y es dentro de éste recinto en el que nos instalan para que seamos testigos de la trama central.
Allí es donde nos encontramos con el director de teatro Thomas Novachek (Matheiu Amalric), decepcionado luego de un día a pura selección sin haber podido encontrar la actriz para su próximo proyecto teatral. Habla con su mujer, discute con los productores de la obra, y hace su entrada Vanda (Emmanuelle Seigner), mojada por la lluvia, desarreglada, poseedora de un lenguaje vulgar, masticando chicle cual soldado yankee, con la mirada extraviada. Desea que le hagan la prueba de actuación. Thomas a primera vista cree que la chica se ha equivocado de dirección. Pero algo de la transformación en el sujeto, a partir de encarnar a su personaje, empieza por sorprender a Thomas para terminar subyugado, y de eso versa el contenido del texto propiamente dicho.
El cineasta polaco posee la facilidad de encontrar esa voz única, temperada, de gran hondura psicológica en las traslaciones cinematográficas de obras de teatro: hacerla propia e instalar su visión sobre las mismas.
Retorna el Polanski de la claustrofobia, el de las pequeñas miserias humanas.
“La piel de Venus” debería poderse ver como una historia dentro de otra, pero no es así. Los personajes van y vienen dentro del texto de origen, se lo apropian, tal como hace Polanski con su adaptación de la novela publicada en 1870, “La Venus de las pieles”, del autor austriaco Leopold von Sacher-Masoch, obra que dio origen al término masoquismo, acuñado por primera vez por médico alemán Kraft Ebbing.
Si bien el común denominador del argumento comienza circulando por el moderado arbitrio establecido, que revela al hombre como déspota en las relaciones afectivas entre ambos sexos, tal cual la dialéctica del amo y el esclavo, produciendo alteraciones constantes, en tanto que la película lleva esta inversión al campo sexual. Lo que se convertirá es un impensado juego de sugestión, seducción, resignación y sometimiento, con Thomas comprimido en otro estamento y Vanda transmutada en lo imprevisto.
En referencia a esto Román Polanski dijo en una entrevista que “la sátira sobre el sexo es muy seductora. En algún momento esta idea del macho es destrozada en mil pedazos”…..
Por supuesto que la realización se sostiene a partir de un gran despliegue de los recursos histriónicos de sus actores, todo lo hacen creíble, pero no se instalaría como un gran filme si no fuese por la mencionada puesta en escena. La cámara insidiosa pero no invasiva, el montaje de corte milimétrico sobre los actores, sobre el espacio físico, la dirección de arte en general, los objetos trabajados en función narrativa, el manejo de la luz, y la fotografía en particular.