La piel de Venus

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

El teatro dentro del teatro

Roman Polanski ya encendió la polémica sobre el “teatro filmado” cuando concretó su versión de “Un dios salvaje”, la obra de Yasmina Reza, dramaturga francesa con la que trabajó aquel guión, aunque en la ocasión la planteó como un filme en inglés y ambientado en Estados Unidos (a pesar de que no puede poner un pie en “la Tierra de los Libres y el Hogar de los Valientes”). En esta nueva apuesta, estrenada originalmente en 2013, como curiosidad se plantea la operación inversa: trabajar en Francia con actores franceses, y en francés, sobre el texto de David Ives, autor estadounidense.

Y en todo caso, tomó las críticas como un estímulo para profundizar el desafío: ¿cómo sostener la tensión de una obra pensada para la copresencia del espectador con los actores? El veterano realizador parece trabajar a dos puntas: defender al actor como la materia prima del cine (tal vez una reivindicación en la era del despliegue visual sólo restringido por el recurso económico, como planteó alguna vez Peter Jackson) y buscar los trucos y las estrategias para sustituir la magia del teatro y envolvernos en algún tipo de verosímil, aunque sea un verosímil más cercano a la suspensión de la incredulidad que pide el teatro y no el de la visión realista.

Puesta en escena

Veamos eso: para empezar, “Un dios salvaje” era de entrada una obra realista, una reunión de cuatro personas que termina prolongándose demasiado. Ahí el desafío estaba en volver creíble la permanencia de los visitantes, y con buen tino marcar el paso del tiempo con la luz diurna en las ventanas. En “La piel de Venus” la obra original ya planteaba un juego del teatro dentro del teatro, como una serie de cajas chinas, y lo que hay que lograr es sostener la atmósfera de irrealidad.

Porque Ives pensó la obra ambientada en un teatro desierto, donde se toman audiciones para una adaptación de la novela del austríaco Leopold von Sacher-Masoch, “Venus im Pelz” (desacierto en la traducción: la novela se conoce como “La Venus de las pieles” en castellano, “Venus in Furs” en inglés, y, en francés “La Vénus à la fourrure”). Allí, las fronteras entre ficción y realidad se irán fundiendo, es cierto... pero en una puesta convencional, a la italiana, la acción transcurre en el escenario y el espectador la ve desde la butaca. Polanski convierte a toda la sala en su espacio escénico: el escenario propiamente dicho pero también la platea, las bambalinas, algún pasillo. Agregará algún efecto sonoro (el tintineo de una taza por ahí, por ejemplo) como para incomodar al espectador, perturbando el juego de teatro semimontado que va absorbiendo a la dupla actoral. Y la música de Alexandre Desplat, que acompaña o realza según haga falta.

Planos de realidad

Porque no hay más que dos en escena. Thomas Novachek, dramaturgo debutando en la dirección, en vista de que los directores no lo comprenden (¿qué opinará Mauricio Kartún, o Javier Daulte, que dirige en el Paseo La Plaza su propia versión de la creación de Ives, como “Venus en piel”?), se está yendo del teatro donde se toman audiciones para su relectura de la clásica novela. Está por irse, lo espera su novia cuando, mojada por el chaparrón que se desarrolla fuera, llega Vanda Jourdain (homónimo al del personaje femenino, Wanda von Dunajew): una actriz sin currículum, tan voluntariosa como ordinaria e inculta.

Parece no entender nada, pero consigue que Thomas la pruebe y de golpe conoce tanto la adaptación como la novela, y empieza a arrastrarlo a un doble juego, a una sublimación de realidad en ficción y una explicitación de motivaciones y sentidos ocultos que se volverán en su contra; que encontrarán su clímax en una escena intensa, donde la fotografía de Pawel Edelman refuerza la potencia de los cuerpos, especialmente el de Emmanuelle Seigner en toda su gloria, una diosa y a la vez una temible sacerdotisa bacante (el homenaje a la tragedia de Eurípides se preanuncia a lo largo de los diálogos; en alguna forma, todo lo que va a pasar está siendo sugerido, y la ilusión y el disfraz son parte de la trampa de Dionisos en el texto griego).

Contracara

Es que el realizador francopolaco (tan francopolaco como la coproducción que hizo posible esta cinta) confió el protagónico femenino a su propia esposa, una actriz eficiente y, a sus 49 años, dueña de una belleza sugestiva (ella fue la MILF “burguesa” que enloquecía al protagonista de “Dans la maison”, de François Ozon, sin ir más lejos). Como contrapartida eligió a Mathieu Amalric, también director a la vez que actor, siempre inquietante con sus rasgos angulosos de Europa del Este (su madre nació en la aldea polaca donde el director vivió; alguno se animó a pensar si Polanski no lo vio como un posible alter ego suyo) y su mirada intranquila. Lo suyo es un verdadero tour de force, como el hombre entregado a la impactante mujer, al igual que el Severin von Kusiemski del original.

Como decíamos, el final dejará estupefacto a más de uno, tanto por la resolución como por el aterrizaje en cuanto a la suspensión de la incredulidad que se genera: finalmente nos hemos rendido (nosotros espectadores) a la magia de los cuerpos de los actores, y a las simples pero eficientes luces del teatro.