Lucidez pura, invencible: “Nadie es sustancialmente alguien, pero cualquiera puede ser cualquier otro, en cualquier momento”. La sentencia cierra un texto hermoso de Borges titulado “El querer ser otro”. ¿No es el título y la oración citada justamente la síntesis de lo que define el quehacer de un actor? La última película del octogenario Roman Polanski puede ser vista como una exposición del alcance de ese veredicto. Las circunstancias, como los guiones y los parlamentos, delimitan algo del (yo del) intérprete. Un papel y una personalidad existen en un contexto.
Mathieu Amalric es un director de teatro; Emmanuelle Seigner, una actriz desconocida que llega tarde a una audición. El director está a punto de irse y tiene una cena, pero la insistencia de ella, cuyo nombre, Vanda, coincide con el de su personaje, doblega el desinterés de quien aquí toma decisiones. Bastará que Vanda interprete la primera línea para que él detecte que esa desconocida es la actriz perfecta para el papel de su obra, una adaptación de La Venus de las pieles, una novela breve de Leopold von Sacher-Masoch escrita en 1870.
De ahí en adelante, él simulará ser Severin, el personaje masculino de la novela, que alguna vez en su infancia recibió un castigo por parte de su tía, castigo que involucraba una piel de zorro y que signó misteriosamente sus gustos sexuales. Acaso el nacimiento de una perversión y una conducta: “La vida hace de nosotros lo que somos en un instante imprevisible”; como sea, de ese hombre y nombre proviene el concepto para quien goza con la sumisión y el padecimiento físico: masoquismo.
El propio texto interpretado impone lógicamente una escenificación del poder. Vanda se impondrá de a poco, y los cambios en el personaje que interpreta Seigner son tan imperceptibles en un principio como vehementes luego: empezará cambiando las luces de la escena y terminará disfrazando al director y duplicando el juego de poder de la novela más allá de su representación. La duplicación es aquí una palabra operativa: Amalric parece Polanski 30 años atrás; Seigner es la mujer de Polanski, que tiene literalmente 30 años menos. Todo, en cierta medida, remite a algo de Polanski, hasta el cuchillo que aparece en una escena cercana al final y el cactus gigante que ha quedado de una escenografía de un ridículo musical belga, adaptación de La diligencia de John Ford.
Se dirá que la película es demasiado teatral. ¿Es solamente porque tiene lugar en un teatro? La forma del montaje, el austero pero preciso concepto sonoro (y la música aquí no cuenta, porque eso sí es un problema en la película) y algún que otro movimiento de cámara desmienten tal apreciación. En verdad, hasta una road movie puede ser teatral, y una película de cámara y de actores no es necesariamente una película teatral. Y tampoco es una comedia negra existencialista. Las palabras no expresan una psicología profunda, más bien ocurre lo contrario: la conducta es un efecto de superficie en consonancia con las palabras.
Película menor de Polanski, sanamente perversa y sorpresivamente cómica, lo que resulta casi una novedad. Véase el gag del rington del teléfono y el chiste que incluye al filósofo Derrida. Este Polanski evanescente deja su lugar de autor omnisciente y permite que sus actores dominen la película, sometiendo discretamente al público al placer de observar la contingencia de esas dos criaturas que se confunden con sus respectivos papeles.