Thomas (Mathieu Almeric) es un obsesivo director teatral que intenta, desde hace horas, poder encontrar a la actriz que pueda encarnar al personaje principal de una adaptación, bastante particular, de una vieja y olvidada, o al menos eso se cree, novela de Leopold von Sacher-Masoch que quiere llevar a cabo.
Mientras avanzan las horas, la desesperación de no encontrar lo que necesita se va confundiendo con el desinterés que tiene de volver a su casa, en donde lo espera su mujer, de hace años, con una rutina que dista mucho de lo que él vive cuando dirige.
Fuera del teatro llueve, mucho, y de repente, mientras toma coraje para salir llega ella, Vanda (Emmanuelle Seigner), con toda la inocencia e ignorancia con la que solo a una actriz amateur se le puede ocurrir llegar a esa hora para una audición.
Verborrágica, impredecible, auténtica, Vanda comienza a enredar a Thomas con sus palabras, con sus reclamos, con cada comentario aparentemente descolocado, hasta que todo comienza a tomar sentido.
Porque en “La Piel de Venus” (Francia, 2013) lo que Roman Polanski logra, es, además de generar una tensión claustrofóbica entre sus protagonistas, es la renovación dela teoría del amo y el esclavo. De cómo la dominación, que silenciosa avanza sobre Thomas, le hace resignificar su vida.
Vanda esconde en su divertida personalidad a una autoritaria mujer, que poco a poco, le va demostrando que detrás de su fachada de ingenua mujer hay una déspota capaz de demostrarle sus miserias y de escupirle en la cara aquello que no desea escuchar.
“La piel de Venus”, además de ser un ejercicio intenso sobre la interpretación y sobre cómo los actores entran y salen de los papeles arriesgando, muchas veces, sus capacidades intelectuales y hasta su propia piel, es un interesante manifiesto sobre la economía de recursos con la que se puede generar una obra en la que el suspenso cotidiano comienza a avanzar sobre las realidades.
Polanski es un maestro sobre este punto, en muchas de las obras que ha adaptado o creado ( “El Bebe de Rosemary”, “Un dios Salvaje”, “Búsqueda Frenética”) y hasta en otras que mantienen muchos puntos en común con ésta, como por ejemplo “Luna de Hiel”, su habilidad radica en exponer en carne viva a sus personajes para luego construir un discurso, lento, cansino, necesario, sobre la personalidad y la identidad de sus personajes.
En “La piel de Venus” los actores se baten a duelo, luchan, gritan, todo en un mismo espacio, ubicando al proscenio como el altar sagrado de la actualidad en el que las nuevas deidades exploran y se conflictuan.
En la serie de perversiones que Thomas propone (las propias del texto, y las que irán surgiendo a partir de su relación ocasional con Vanda) y en la sucesión de escenas entre llamados telefónicos (reales y ficticios), Polanski se pierde para hablar sobre el amor, las diferentes maneras de concebirlo, el corrimiento de estereotipos y tabúes, como así también la configuración de nuevos mapas identitarios sobre las relaciones.
“La piel de Venus” funciona porque en las notables interpretaciones (únicos e irrepetibles Seigner y Almeric), en el desnudarse frente al escenario y mostrar la vulnerabilidad de las identidades frente a la aparición de nuevos e intempestivos vínculos, se habla de la debilidad ante el otro, que no sólo me completa, sino que, como en este caso, me permite conseguir aquello que hasta el momento era inalcanzable para mí.