Small is beautiful.
Lo que realmente importa en La pivellina es la materia. El circo puede ser un rectángulo marcado en el terreno con unas varillas de metal clavadas en la tierra sobre las que se ponen a girar unos platos en precario equilibrio, por ejemplo. A Walter, “El alemán”, le basta con pintarse un poco la cara y ya está listo para hacer el anuncio: vengan al circo, vengan a ver el espectáculo. Es un asunto de supervivencia el que mueve a sus integrantes, se trabaja con lo que hay; el oficio está marcado por la escasez y las vueltas de la vida. Es invierno y en el suburbio romano casi todo el tiempo parece que se va a largar a llover. Es decir, puede haber espectadores como puede no haberlos. Si sale algo en otro lado hay que levantar campamento e ir sin demasiadas dilaciones hacia allí, adonde esté el pan. La pivellina no es una película sobre el circo aunque trate en parte sobre gente que se dedica a él. En un gesto casi imperceptible, los directores parecen postular que formar parte del circo es un modo de ser en el mundo. Es estar siempre atentos, esperando a ver qué ocurre; hay que tener cintura para que no nos hieran los cuchillos, se debe tener en claro que el trabajo dura unos pocos meses y después solo queda apechugar el resto del año; es estar con los ojos abiertos, atentos con lo que pueda salirnos al cruce. La pivellina, la pequeña niña a la que alude el título y que Patti se encuentra mientras recorre en busca de su perro el paraje desolado que representa por esta vez su barrio, es un cuerpito que balbucea sentado solo en una hamaca en el medio de la plaza, materia abandonada que florece en la tarde fría. Con una justeza implacable, la película registra el flujo oscilante de relaciones que se establece a partir del momento en el que la niña ingresa impensadamente en la familia circense que componen Patti, su marido Walter y el adolescente Tairo, que no es hijo de ellos pero es prácticamente como si lo fuera
Entrenados en el documental (este es su primer trabajo de ficción), los directores Covi y Frimmel realizan la proeza de evitar toda petición de principios innecesaria, todo dictamen que venga a contaminar la exposición marcadamente ascética de los hechos. Pero esos hechos tienen de algún modo aristas enigmáticas (¿por qué abandonaron a la pivellina?, ¿vendrán realmente a buscarla en algún momento como parece prometer un papelito que Patti encuentra en un bolsillo de la niña?), y la tentación de dedicarse a tratar de resolverlas y a jugar con el suspenso que de ellas podría derivarse es fuerte. Sin embargo, los directores parecen decir que al cine no le concierne otra cosa que la observación descarnada. Consecuentemente, el espectador es invitado a no dejarse jamás arrebatar por la impaciencia. En ese sentido, la película puede recordar un poco al cine de los hermanos Dardenne, solo que con más gracia, belleza y fluidez. Al revés de lo que suele pasar con los directores belgas, La pivellina no aparenta responder a una idea previa sobre el mundo que el cine viene a poner en imágenes (todo lo justas y oportunas que se quiera) sino que tiende a construirse serena y sutilmente delante del espectador. Como en el momento en el que se ve por primera vez, con toda claridad, el vínculo de amor que une a Walter con la pivellina cuando habla por teléfono con Patti y se aprecia en el fondo del plano una foto que se sacó junto a la niña. Lo que parece refutarse de este modo es la existencia de una verdad anterior a la película. Pero no es solo eso.
La pivellina es una película profundamente anclada en la materialidad de las cosas, y acaso de esa vocación es de donde surge la inconsolable urgencia de sus planos: se debe mirar en torno nuestro, si no, hay porciones del mundo que desaparecen, acaso para siempre. Si, como todo parece indicar, el del circo es un oficio en vías de extinción, es imperioso entonces filmar a su gente y las pequeñas rutinas que le son propias. Pero lo asombroso (e inquietante) es que todo eso no parecía existir antes de que lo miráramos. O antes de que la cámara lo hiciera. En La pivellina se esgrime una realidad material del circo, anclada en los vaivenes de la fortuna y en la necesidad cruda de la supervivencia, en oposición a la idea del mismo que el espectador guarda en su cabeza. Pero lo más curioso es que esa verdad podría estar solidarizándose con una verdad del cine análoga: un registro que se predica de lo cotidiano, sin glamour alguno, más que nada un asunto de artesanos con todos los sentidos alertas y la piel en carne viva. Si el cine no está allí para verificar su existencia puede que haya algo del mundo que se pierda. Pero sin un mundo que cambie constantemente (como si el mundo fuera una esencia, una idea inmutable) el cine no tendría entonces razón de ser. Con inusual atrevimiento y convicción, con unos pocos actores extraordinarios, más la presencia radiante de la nena de dos años Asia Grippa como la pivellina, la película parece devolverle al cine el nexo poderoso con la realidad circundante así como la capacidad de producir lo maravilloso sencillamente a fuerza de buscar con la vista a nuestro alrededor. A ver con qué nos encontramos: un pequeño detalle, hermoso como esa niña, es capaz de hacer la diferencia que lo trastoca todo. Parte de la angustia indecible del mundo capturado en la película y trasladado a los espectadores se pone de manifiesto en la conciencia de que, de un momento a otro, la pivellina podría dejar de ser parte de nuestra familia.