Enternecedor relato suburbano
Desde su estreno en la Quincena de los realizadores del Festival de Cannes 2009, La Pivellina ha cosechado aplausos y premios en todo el mundo. La clave del film está en su mirada enternecedora sobre la relación que entabla una niña abandonada y un matrimonio mayor, sin caer en subrayados ni sentencias ideológicas.
Patty es una sesentona de andar descuidado y cabello rojo intenso. Anda por el barrio gritando “Hércules”, como si se le fuera la vida si no lograra encontrarlo. Hércules no es el dios, naturalmente, sino su perro. La búsqueda la lleva a toparse con una pequeña de dos años (la “pivellina” del título) y con una nota de su madre que advierte que en un tiempo regresará por ella. A los directores (el matrimonio de documentalistas Tizza Covi y Rainer Frimmel) no les interesa tanto la espera en sí, aunque se hará sentir con el correr del metraje. Aquí todo pasa por la contemplación, la convivencia que se irá gestando entre la niña, Patty y su marido Walter, y más tarde un preadolescente llamado Tairo.
Debutantes en la ficción, los realizadores emplean la imagen documental con justo rigor. Al igual que los hermanos Dardenne, lo que les interesa capturar de la realidad es la sensación de inmediatez del mundo cotidiano, inmediatez que penetra en el núcleo duro de lo real. Aquí también están la cámara en mano bien pegada a las espaldas, la ausencia de banda sonora, la inclusión de actores no profesionales (incluso los personajes conservan sus nombres) y demás procedimientos, siempre como eso: procedimientos. Su empleo apunta a la verosimilitud, a una apuesta naturalista que no se satura de falso espesor realista. Por eso, si hay desprolijidad en la puesta es porque el ambiente el que establece un nexo de contigüidad con el relato. Nada aparece forzado ni librado al azar, comenzando por la prodigiosa espontaneidad de la niña, quien se gana el afecto de su entorno y del espectador.
La película tiene un desarrollo dramático más “situacional” que progresivo. Covi y Frimmel retoman parte del mundo de Babooska (2005), documental sobre una familia de artistas circenses. En La pivellina la convivencia de los personajes está teñida por el contexto (los suburbios de Roma). Un espacio que los realizadores reproducen sin apelar a la conmiseración. En una secuencia clave, el matrimonio monta el escenario y no cae ni un espectador. Pero la pobreza es vista desde un punto de vista lateral, es a través del juego de la niña y la afectación que despliega en los otros desde donde accedemos a las penurias con las que todos conviven. Así se suceden otros cuadros, que oscilan entre el encanto de la pequeña y el retrato social.
Hacia la mitad del film cobra mayor protagonismo Tairo, quien llama “tía” a Patty aunque no lo sea. Sin explicitarlo, queda claro que el cariño que Tairo desarrolla por la pequeña es el reverso del cariño que deseó tener. De alguna manera, Tairo se permite ser niño cada vez que juega con ella, asumiendo al mismo tiempo la responsabilidad de cuidarla. En esas cesuras se construye lo más noble del film, en la transparencia de la imagen no hay más que una red de asociaciones que singularizan y le dan credibilidad a las acciones de los personajes. La pivellina es un film sobre cómo esos personajes que no tienen mucho se aferran al porvenir, aunque no reciban premios ni reconocimientos por ello.