Fugaz regreso al mundo de la infancia
La película comienza con una búsqueda: Patty (una mujer de cabello rojo y apariencia temperamental), sale en busca de su perro encontrando, sorpresivamente, a una hermosa beba sobre una hamaca, sin ningún adulto a la vista. Cuando la lleva consigo para darle algo de abrigo y comida, descubrimos que vive en una casa rodante y trabaja con su marido en un circo. Pronto queda claro, también, que esa búsqueda es el inicio de otra, que la película emprende con la misma naturalidad y falta de estridencias de esas primeras imágenes: el interés de La pivellina es internarse en el corazón de Italia, transitar junto a sus personajes sus calles, casillas y comercios escoltados por grises monoblocks y regados por una lluvia melancólica.
Debutantes en la ficción, los directores Tizza Covi (1971, Bozen, Italia) y Rainer Frimmel (1971, Viena, Austria) han sabido sacar provecho de su experiencia en el cine documental, ya que la historia respira verismo.
El sondeo por la realidad social de los italianos (con referencias a la desocupación y a problemas económicos de distinto tipo) se fusiona con la carga de inocencia y sorpresa que depara el encuentro con la pivellina: todos, empezando por Patty (Patrizia Gerardi, expresiva actriz no profesional) y el adolescente Tairo (un simpático Tairo Carolli) parecen valorar –a través de la encantadora nena– el mundo de la infancia, redescubriendo el placer de jugar y de conocer cosas nuevas.
Como corresponde en una película que, sumando momentos aparentemente triviales, termina siendo una sensible reflexión sobre la niñez, es central el hecho de aprender: a hacer una comida, a pronunciar bien una palabra, a defenderse con hombría, a conocer la historia del país, a resolver incluso una situación inesperada como ésta que se le presenta a esta atípica familia. La niña es una posibilidad que se les aparece para dar y recibir afecto, para pensar sobre sus vidas, para cambiar algo tal vez.
Es cierto que la idea no es original (recuerda a Ladrón de niños, por ejemplo, e incluso Gerardi tiene algo de la Fernanda Montenegro de Estación Central), con innegable herencia del neorrealismo y manifiestos tópicos de la cultura italiana (cariñosos besos, personajes extrovertidos, el drama combinado con el humor), pero cabe aclarar de inmediato que aquí no hay sensiblería ni desplantes dramáticos, ni siquiera música incidental. Es elogiable, en este sentido, la decisión de mantener fuera de campo el espectáculo del circo, con sus brillos y colores, así como tampoco aparecen algunos personajes que se nombran (no conviene adelantar aquí cuáles). De esta manera, la historia no se encamina hacia el enigma policial ni cede a las convenciones del melodrama: lo que La pivellina procura es, más que nada, invitar al espectador a encontrar en las preocupaciones y sentimientos de sus queribles personajes los suyos propios.