Antes, la pelota de fútbol estaba hecha de tal modo que podía lastimar al que la cabeceaba, o reventarle a uno el hígado. Hasta que tres muchachos de Bell Ville, pura Pampa Gringa, inventaron la pelota sin tientos, de costura invisible, con válvula dentro de la cámara. Se llamaban Juan Valbonesi, Romano Polo y Antonio Tossolini; la dieron a conocer en 1931 como Superval, por Valbonesi, la hicieron rodar hasta el Mundial de Francia 1938 (otros dicen Italia 1934, pero la AFA recién la adoptó en 1936), se convirtieron en fabricantes y distribuidores, y convirtieron a Bell Ville en Capital Nacional de la Pelota. De fútbol, rugby, básket, ahí mismo nacieron otras fábricas, y otros inventos, cada uno de los inventores tuvo una calle con su nombre y hasta se hizo un documental, “Yo soy el gol”. Pudo ser Capital Mundial, pero Humberto Grondona, el vicealmirante Lacoste y hasta YPF prefirieron hacer negocio con fábricas de Alemania, China y Pakistán. El golpe de gracia lo dio una cosa de material sintético aprobada por la FIFA en 1986. Hoy “la de cuero” es un resabio de antiguas glorias, las empresas del lugar sobreviven de modo artesanal y se adaptan como pueden. Algo de esto evocan fabricantes, costureras, vecinos, un nieto de Polo y el gran Mario Kempes en “La superball”, de Agustín Sinibaldi, que ahora vemos. Todo tiempo pasado rodaba mejor.