Política para el aprendizaje
La directora de Las vidas posibles retrata con pulso firme y sin entrometerse los debates durante el conflicto de 2010 en el Nicolás Avellaneda. Y lo hace con conciencia de que la política es una construcción colectiva.
Las casualidades de la distribución nacional hicieron que dos documentales con eje en instituciones educativas se estrenaran separados por apenas un puñado de meses. Uno es Escuela Normal, visto en enero, en el que Celina Murga seguía el día a día del establecimiento paranense del título, parte de la historia grande del país al ser el primero de este tipo fundado por Sarmiento, en 1871. El otro es La toma, de Sandra Gugliotta, centrado en las protestas estudiantiles en el colegio Nicolás Avellaneda en 2010. Los puntos de contacto no se limitan al calendario ni a la presencia femenina detrás de cámara –y también delante: resulta llamativa la predominancia de ellas por sobre ellos–, sino que también se establecen formas y contenidos comunes. Películas observacionales con una concepción de la cámara como elemento no invasor y de libre circulación dentro del universo retratado, ambas hacen de la política estudiantil un elemento fundacional de la civilidad y la vida adulta.
Los intertítulos iniciales de La toma contextualizan la situación. Corre el 2010 y hay más de veinte escuelas porteñas tomadas, en reclamo de mejoras en las instalaciones y en defensa de la educación pública. En el palermitano Nicolás Avellaneda, en cambio, la situación es distinta, con el centro de estudiantes todavía debatiendo cuáles deberían ser los pasos a seguir. La directora de Las vidas posibles retrata los distintos debates entre alumnos a favor y en contra de las medidas, de ellos con padres y/o el vicerrector. Y lo hace sin entrometerse, con pulso firme y seguro, a la vez que los deja ser y hacer a libre voluntad dentro de su ámbito cotidiano. Sin embargo, la decisión de mostrar los primeros encuentros mediante planos y contraplanos de los distintos oradores rompe con la idea de retrato naturalista, exhibiendo así una aparente contradicción entre intención y forma.
Una de las particularidades de La toma es el carácter falsamente elusivo de su objeto de estudio. Es cierto que los rígidos y obsoletos mecanismos de una institución centenaria están a la vista, pero Gugliotta recorta esa vastedad limitándose a una situación de coordenadas específicas, con un aquí y ahora narrativo demarcado incluso desde la misma cronología establecida por el film. En ese sentido, la operación es opuesta a Escuela Normal: si allí la conformación del centro de estudiantes como nudo argumental parecía la consecuencia de haber estado en el lugar indicado y en el momento justo antes que de una búsqueda preconcebida por Murga, aquí se parte de una certeza casi científica, con el proceso madurativo del grupo estudiantil como hilo conductor.
No es casual la utilización del término “grupo”, ya que si hay algo que parece tener en claro su directora es justamente eso, que la política no es una operación algebraica de voluntades, sino una construcción colectiva cargada de idas y vueltas, consensos y concesiones. Se entiende, entonces, la prioridad de lo externo por sobre lo interno y personal, hecho marcado en la ausencia de aristas psicológicas del trío protagónico más allá de lo estrictamente visible. Los diálogos entre las dos alumnas combativas, líderes de la posición a favor de la acción estudiantil, y el vicerrector, que va del apoyo inicial a una negación resignada, establecen además las coordenadas del relato de iniciación subyacente al conflicto. “Yo antes de esto tenía una vida”, dice una de las chicas en la primera escena, justo antes de empezar un viaje en cuya última parada se encontrará con la triste certeza de que los sinsabores del camino recorrido son apenas el preludio de las vicisitudes del mundo adulto que impera aulas afuera.