Dar la cara.
Hay algo del orden de lo inescrutable en la segunda película de Santiago Palavecino que le confiere un rigor formal y narrativo poco visto en el cine argentino. Como cualquier película que rechaza la psicología como medio para construir y explicar (que a veces es lo mismo que reducir) a sus personajes, La vida nueva aspira, en cambio, a la observación minuciosa, obsesiva. Los actores son barridos por la cámara como en busca de una verdad que, lejos de pensarse como interior, se concibe como superficial; no importa las motivaciones de los personajes sino sus gestos, sus reacciones físicas. En última instancia, la superficie de las cosas es lo máximo que puede aspirar a captarse: la película no hurga detrás de las mentes de sus criaturas sino que las presenta e interroga a la cara, como si sus cuerpos y movimientos alcanzaran para pensar un discurso posible sobre el mundo. Entonces, los personajes de La vida nueva dicen con acciones, hablan a través de hechos y decisiones de las que no participamos salvo en la puesta en práctica: ¿por qué Juan decide callar un crimen del que es testigo? Su argumentación, creíble o no, no está puesta en tela de juicio, lo que se indaga son las consecuencias de esa decisión. En este sentido y de manera muy curiosa, en medio de un programa netamente contemporáneo, La vida nueva riza el rizo y parece arañar la rudeza y la imperturbabilidad de los duros del cine clásico: personajes que no daban cuenta de sus actos, a los que no se los sumariaba según la psicología al uso; eso mismo que en más de un capítulo de Los Soprano, aunque con otras palabras, Tony elogia de Gary Cooper.
A su vez, esa atención a las superficies de las cosas se materializa sobre todo en el trabajo con los rostros. Pocas películas argentinas recientes confían tanto en las caras de sus intérpretes como La vida nueva. A contrapelo del cine que no sabe construir emoción por otros medios y recurre de manera cómoda a la explotación del rostro, en los múltiples primerísimos primeros planos que pueblan la película, Palavecino desdeña cualquier tipo de sentimentalismo (eso sería usar a sus criaturas, servirse de ellas con fines puramente efectistas) y se concentra en recorrer unas caras que, a fuerza de una cercanía extrema, terminan configurando algo así como paisajes humanos. Martina Guzmán demuestra que, además de ser una de las pocas actrices argentinas capaz de soportar un primer plano de esas características, puede expresar una gama sutilísima de emociones contenidas que siempre parecen estar a punto de desbordarla. Al contrario de Juan (Alan Pauls), cuya contención amenaza constantemente con una explosión: de violencia, de bronca, de gritos.
El problema surge con algunos diálogos. Quizás por el programa riguroso que ensaya Palavecino a la hora de observar a sus personajes, el habla se escucha siempre algo desencajada, y muchas líneas resultan torpes o fuera de tono. Pasa sobre todo en la escena de la lancha en la que Juan le dice a Laura lo que siente por ella: de tanto constituirse como un cuerpo opaco y ajeno a las emociones, las palabras dichas por Alan Pauls suenan a destiempo, como ecos de otra película distinta a La vida nueva. Podría pensarse que el director intenta realizar un despojamiento extremo de emotividad y le resta cualquier carga posible de exaltación a la interpretación, pero ahí está Laura para recordarnos que los personajes de la película también sienten y experimentan emociones aunque no las revelen abiertamente y la cámara los respete en su decisión de no comunicarlas. La tosquedad de varios diálogos arrastran a la película y uno espera que los personajes no hablen, que Palavecino confíe en sus actores lo suficiente como lo venía haciendo como para enmudecerlos y hacerlos hablar con la cara, con los gestos, con el cuerpo. En esos momentos de silencio es cuando La vida nueva roza una lucidez en la mirada que podría ser la cifra de un nuevo cine argentino (esta vez, sin mayúsculas) por venir.