Módicos infiernos de pago chico
Juan (Alan Pauls) recorre el pueblo en su camioneta una madrugada, buscando a su esposa Laura (Martina Gusman) luego de uno de sus habituales conflictos; ella se descubre embarazada y no quiere tener el bebé. Involuntariamente se topa con la escena de una pelea entre adolescentes, en la que uno de ellos sale herido de gravedad y queda en coma. Pero el responsable de este incidente es Nicolás (Pedro Merlo), el hijo de un poderoso terrateniente de apellido Martínez (Néstor Sánchez) y Juan se ve obligado a mentir para evitar inconvenientes personales.
Mientras tanto, Laura se reencuentra con Benetti (Germán Palacios); su ex pareja y también tío del joven herido, que por esa causa regresa momentáneamente al pueblo del que escapó años atrás. Laura y Benetti guardan mucho más en común que su afición por la música, y pronto ella lo usa como paliativo a sus crisis matrimoniales. En esta red de mentiras, ocultamientos y murmuraciones se desarrolla la trama de "La vida nueva", una típica historia de pueblo chico y tan chiquita a su vez, que su infierno no pasa de un tibio rescoldo.
Sencilla, prolija, correcta y poco más, esta película de Santiago Palavecino podría considerarse promesa de buenos momentos cinematográficos por venir. Por el momento, quedan para el recuerdo las postales de pueblo chico, las actuaciones del elenco adolescente, la puesta y fotografía impecables; la historia cambia cuando la cuentan los adultos, se vuelve difusa y en contraposición al conflicto de los más jóvenes, aparece insulsa inclusive.
Gusman, habitualmente expresiva, luce aquí inusitadamente apagada. Su personaje no convence como catalizador y objeto de deseo, moviendo apenas una pregunta: "¿Qué le vieron?" ¿Dónde está esa supuesta pasión que la hace irresistible? Si era tan buena pianista, ¿por qué la cámara insiste en detenerse en una única partitura de Bach y ella a su vez repite dos simplonas melodías al piano, como si fueran un monocorde leitmotiv vital? Como recurso estilístico es redundante y no suma nada al personaje; con su actitud apagada, Gusman ya lo dice todo.
La explosión liberadora queda únicamente del lado de Benetti, el que se fue: el hijo pródigo, el amante idealizado, la estrella que dio el pueblo. Pero está de visita, de paso, "afuera". Los conflictos internos, que se supone motorizarían esta trama mueren en la más asfixiante de las rutinas. No hay tensión posible porque no hay rebelión. El Juan de Alan Pauls se conforma con estrellar algunas cosas contra el piso, en un conveniente fuera de campo; luego, ni siquiera levanta la voz para defender lo que considera justo, o lo que considera suyo (a Laura, por ejemplo). La policía está del lado del terrateniente. El músico rebelde que se fue a la Capital es cocainómano. ¿Era necesario semejante desborde?