La vieja de atrás
Adriana Aizenberg, en un destacado papel que retrata la soledad y la frustración
A veces la soledad se convierte en una pesada carga difícil de resistir. Ello es, precisamente, lo que le ocurre a Rosa, una anciana colmada de frustraciones. Marcelo, por su parte, un muchacho taciturno y callado que llegó desde su tierra pampeana a Buenos Aires para estudiar, halla aquí algunos trabajos sin ningún futuro trata de graduarse de médico. Ambos son vecinos en el piso de un mismo edificio, pero poco o nada los vincula. Ella, sin embargo, necesita de alguien que le preste atención a sus palabras y que la aleje del televisor que, en definitiva, es su única compañía. Un día, Rosa se decide a hablar con Marcelo y le propone, a cambio de casa y comida, una fluida conversación cotidiana.
El muchacho, escaso de dinero para pagar el alquiler de su departamento, acepta la proposición de mudarse a la casa de la anciana, y así ambos irán entretejiendo una amistad que, en definitiva, será testigo de la gran distancia que existe entre ellos. La historia, sin duda humana y compasiva, va encaminándose demasiado monótonamente en torno de esos dos seres carentes de cariño, y así la reiteración se apodera bien pronto de este entretejido que el director y guionista Pablo José Meza procuró retratar con simplicidad y ternura. Con una cámara que acierta en algunas de sus escenas, el realizador se dejó tentar por la temática de su film y alargó demasiado algunas situaciones e insertó, casi como una excusa, un frustrado romance de Marcelo.
Con un metraje menor, La vieja de atrás se hubiese convertido en un cálido reflejo de esas dos existencias que, a pesar de todo, se necesitan una a otra. De la historia sobresale netamente la composición de Adriana Aizenberg como esa anciana necesitada de cariño, en tanto que Martín Piroyansky apenas pudo salir indemne de su papel, que sobrelleva con escasa convicción. Los rubros técnicos aportaron calidad a esta entrega que habla de la soledad, aunque lo hace con sopor.