Un brazo enyesado.
Tenía un recuerdo vago de Buenos Aires 100 kilómetros, la película inmediatamente precedente del director. En mi memoria aparecía una de esas obras modestas y simpáticas del cine argentino reciente ubicadas un poco a la vera del NCA (aunque formaran parte del paquete de pleno derecho), quizás sencillamente porque su acción se desarrollaba fuera de la Capital Federal. La vieja de atrás carece de simpatía alguna y su pretendida modestia se expresa en los laboriosos silencios y en el estatismo automático del montaje que parecen ofrecerse como garantías de un supuesto espesor dramático. En el mismo piso de un edificio conviven, prácticamente sin saber nada uno del otro, un chico estudiante y una anciana jubilada. Para que la oposición entre los dos se vea más clara, los departamentos están cada uno en una punta del pasillo.
La vieja de atrás tiene para empezar un problema de enunciación, porque el título hace pensar que alguien se refiere a ella del modo en el que allí se indica; sin embargo mediante escenas paralelas se distribuye al principio de la película el protagonismo entre el estudiante y la jubilada, y queda claro que el punto de vista predominante no es en absoluto el del chico como para habilitar la suposición de que es él quien caracteriza a la mujer de esa manera. Por otro lado, nadie en ningún momento de la película, ni antes ni después, habla de “la vieja de atrás”. Más raro todavía es que la vieja (llamémosla así, ya que entramos en confianza) mantiene cerrada la persiana del living para que no la vean desde el edificio de enfrente, por lo que presumiblemente no está atrás de ningún lado sino más bien adelante.
A estos detalles, que expresan un descuido del conjunto de la película, se les suma el hecho de que La vieja de atrás luce revestida con el protocolo establecido como base desde la aparición del Nuevo Cine Argentino en adelante (exhibe una factura técnica impecable), pero no se priva de ráfagas de un costumbrismo remilgado, avergonzado de sí mismo, especialmente en las subidas de tensión en las conversaciones entre los dos protagonistas. La combinación de largos pasajes sin diálogo y abruptos ingresos de palabras suena esta vez impostado y falso, como si el director no encontrara jamás el tono para su fábula sobre la soledad y el desamparo urbanos. En ese panorama se suceden situaciones de una torpeza flagrante ambientadas en lugares reconocibles de la ciudad de Buenos Aires: hay varias, pero se lleva las palmas el encuentro entre el personaje del chico estudiante y una chica con la que se cruza repetidas veces en el subte, resuelto con una falta de gracia y de timing notable. Parece una broma, pero en contraposición, la escena en la que le quitan el yeso a la mujer (un meticuloso plano largo que permite apreciar el proceso completo) se erige sin dudas como el momento más auténtico de toda la película.