Los viejitos tienen sus mañas, algunas de las cuales pueden resultarnos tan perversas como estúpidas. Del mismo modo, aunque a través de otras expresiones, vemos que también la actitud de los jóvenes provoca ese mismo sentimiento. En La vieja de atrás, de Pablo José Meza, aparecen estas dos posturas, reflejo de una unión generacional de desesperados. Por un lado, Marcelo (Martín Piroyansky) es un estudiante de medicina provinciano que ya no puede lidiar entre el alquiler de su departamento y el constante pedido de su madre de que acuda a ayudarla a La Pampa en las tareas campestres y, por otro, Rosa (Adriana Aizenberg), anciana quien invita al chico sin miedo -y más allá del nulo diálogo cotidiano previo- a quedarse en su hogar, del otro lado del pasillo. A cambio, ella le exige una fluida charla cotidiana, que el parco Marcelo no sabrá retribuir con demasiado entusiasmo.
La presente obra tiene un importante componente de "costumbrismo" citadino, el cual no podemos reprochar, tratándose particularmente de un film en el cual se describen las vidas de habitantes de nuestro Buenos Aires querido. Además, los arquetipos son útiles para reforzar ideas y atraer conceptos que, de otro manera, perturbarían al espectador. En este sentido, el director puso tanto cuidado como simpleza en las escenas, con ayuda de su montajista, Claudio Fagundes, y de su fotógrafa, Carla Stella. Estos detalles quizá técnicos, confiesa el director mismo, han sido buscados y por eso debe destacárselos como correctos.
Ahora bien, como suele ocurrir, hay en el guión cierta opacidad que no impide al espectador tener algún tipo de experiencia espiritual-artística con la película. A esto debe agregársele, a modo de excusa, que el mensaje transmitido es comprensible y la empatía con esos solitarios personajes se muestra certera a través de la identificación con muchas de nuestras experiencias de vida. No obstante, el resultado de esta pulcra película -aun cuando las aserciones de los protagonistas pudieran llegar a parecer dudosas- es constituirse meramente en un relato, más o menos profundo, que redunda en el desinterés.
Pablo José Meza pudo haber aprovechado varias experiencias ciertamente exóticas del protagonista masculino para pulir el aura de misticismo citadino, pero su decisión es rechazar esas oportunidades y optar por que la historia hable por sí sola. Y eso es lo que queda: la relación entre Marcelo y Rosa, las mañas de cada uno y sus respectivas diatribas sentimentales. Personajes interesantes, fugazmente pasan y, así, se evaporan en una historia que jamás deja de ser correcta.