Dos que son solos
El noventa por ciento de quienes hacen películas en la Argentina sabe que, dadas las actuales condiciones de mercado, deberá resignarse a que el éxito se reduzca a conseguir una segunda o tercera semana de proyección. Lo cual, en muchos casos, es una lástima. Sin ser un gran film en el balance general, La vieja de atrás, segunda película de Pablo José Meza, se destaca como un trabajo digno que ofrece por lo menos un par de motivos muy sólidos para hacerla atractiva: Adriana Aizemberg y Martín Piroyansky. No es que no tenga otros méritos, pero las actuaciones de sus dos protagonistas son el alma de La vieja de atrás. En primer lugar, la Aizemberg (quien hace muy poco también se había destacado en Elegía de abril, último film del banfileño Gustavo Fontán) compone a una vieja que es el retrato de todas las viejas de Buenos Aires y sus amplios alrededores. No habrá quien no tenga en su vida una abuela, una tía o una vecina tan quejosa, desconfiada y entrometida como la Rosa que ella interpreta para la película de Meza.
Confinada en su departamento del noveno piso, Rosa “es” sola. Apenas la acompaña una televisión omnipresente, que permanece encendida aun cuando ella sale. Aizemberg ha sabido capturar y reproducir con gracia los tics que en tantas señoras grandes son menos consecuencia de la soledad que del abandono en que se encuentran. Rosa vive pendiente de lo otro, lo que la rodea: las noticias alarmistas de los informativos, la mugre de los chinos que (según ella) invaden Buenos Aires, de denunciar al perro que se instaló en la puerta del edificio y no se quiere ir, de no levantar las persianas de su casa para que no la vean de afuera. La presencia nebulosa de esos otros es lo único que la justifica y tal vez sólo por ella sigue viva.
El caso de Marcelo no es muy distinto: es un chico de un pueblito pampeano, que está en la ciudad casi obligándose a sí mismo a continuar la universidad. Sus padres se niegan a ayudarlo y le piden que vuelva a colaborar con el trabajo en un campo ajeno. Marcelo, que sobrevive con trabajos miserables que sin embargo no es capaz de conservar, es la apatía hecha persona, un modelo de joven moderno que no sabe lo que quiere y mientras más demore en saberlo, parece ser mejor para él. Cuando consigue entablar una relación, lo único que consigue es vincularse con una chica tan fría y repelente como él.
Marcelo y Rosa viven en el mismo noveno piso, pero apenas se tratan. Hasta el día en que él, resignado a no poder afrontar los gastos de su vida de estudiante, emprende el regreso al hogar. Rosa, metida como es, le ofrece casa y comida a cambio de charla. Al principio esto parece fácil, pero no lo es tanto. Marcelo y Rosa son los dos extremos de una misma línea de discapacitados emotivos que, ella por haber quedado fuera del mundo y él por no poder entrar, permanecen impares, sin nadie con quien compartir o soñar la más mínima experiencia de vida. Sin nadie a quien ver “como uno de nosotros”, como dirían los protagonistas de Freaks (Tod Browning, 1932), también discapacitados, pero en otro sentido. Más allá de las buenas actuaciones y de algunas escenas en las que el humor consigue decir con cruda simplicidad lo que otras largas y silenciosas no terminan de redondear, es obvio que La vieja de atrás no necesita de casi dos horas para ser contada. Y ahí reside su debilidad. Por momentos, la película se contagia los vicios de Rosa y queda presa de una serie de reiteraciones y ciclos que la alargan más allá de lo necesario. Aun así, Meza confirma su calidad como director de actores, un mérito para nada despreciable.