El otro lado
Con su habitual rigor documentalista, Jorge Leandro Colás retrata la vida de las mujeres que visitan los fines de semana el penal de Sierra Chica.
El bus llega como todas las noches a un paraje desolado, alumbrado por luces de sodio, rodeado por calles de tierra y casas bajas, caminos anchos. El lugar ostenta cierto esmero en las viviendas, humildes pero prolijas. Todas menos la casa de Bibi, que habrá de recibir a algunas de las personas que viajan en este bus. Adentro del colectivo hay caras de tedio, somnolencia, como si las mujeres estuvieran sometidas a una rutina, laboral o forzada, de algún tipo. La cámara, que no deja fotografiar cada escenario pequeño, como un picaflor, muestra vagamente un cartel que asoma a un costado de la ruta, un deíctico de lugar: Sierra Chica. Hay un almacén, atendido por un solo hombre, medio pelado y panzón, tan rutinario en su trato como las visitas. Las mujeres empiezan su vida dentro de ese pequeño poblado. Visitan a Bibi, hablan trivialidades, van al almacén a cargar su celular, a dejar bolsos con comida, a usar el baño. Por cada requerimiento, Emilio, el almacenero, obtendrá una remuneración. Al día siguiente hacen cola en un reducto alambrado, van pasando de a turnos, torpemente. Recién entonces, al minuto 20, la cámara muestra un presidio tiznado por la niebla: es el penal de Sierra Chica, al que estas mujeres pugnan por entrar.
Jorge Leandro Colás está acostumbrado a retratar situaciones de marginalidad con un profundo respeto por sus protagonistas. Lo hizo con los jugadores de las inferiores de Boca en Los pibes y, aún con más precisión, con la vida de los sin techo en Parador Retiro. En el caso de La visita (que fue presentada en el último Bafici), el registro es tan minucioso, calculado, delicado, que se vuelve una pequeña proeza dentro del género documental. Colás jamás muestra lo que ocurre puertas adentro del presidio, que se muestra en las lejanías, tenebroso como los planos distantes del castillo de Drácula en los viejos films de la Hammer. Todo su trabajo de hormiga transcurre en la periferia. Esas vidas que la ficción siempre presentó semiocultas tras un vidrio, al otro lado del correccional, acá se transforman en foco, en un mundo con peso propio, un universo con sus reglas, sus penurias, sus anhelos y sus obligaciones. “Me gustaría visitar un penal de mujeres, a ver si los hombres hacen lo mismo por sus parejas”, le dice una mujer a otra, mientras caminan, de espaldas a la cámara, en dirección al correccional. ¿Qué buscan esas mujeres, en su periplo de cada fin de semana? Hay una fidelidad a prueba de balas, por descontado, pero el documental mostrará que hay mucho más que eso.
La visita fue rodada en invierno, y la mayoría de las escenas ocurren de noche. Quizá la adversidad del clima haya sido elegida para subrayar la naturaleza indomable de estas mujeres, pero al mismo tiempo le otorga a la mayoría de las escenas un matiz melancólico, crepuscular, plagado de connotaciones. Al inicio, las imágenes de la ruta desde el micro, con los autos que pasan retocados por computadora, le dan al film un cariz experimental, el preludio de que se verá algo diferente. Y las mujeres que descienden de los micros, cargando bolsos, en tinieblas, dan la sensación de una actividad clandestina, de algo que se arma a espaldas del mundo. Lo mismo ocurre con los llamados telefónicos que recibe Bibi en su celular, pidiendo alojamiento, armando una agenda, con cierto confort nocturno entre los bártulos apilados de su pequeña habitación. Rodada probablemente en el invierno de 2018, uno de los más crudos de los últimos años, las mujeres dan cuenta del potente frío, protegen a sus hijos. El ambiente hace aún más intensa la idea de una traslación crónica, regular, pero que no deja en algún punto de ser también una aventura.
Colás estructura el documental bajo dos ejes, dos personajes-lugar que dan cabida a sus crónicas. Por un lado está Emilio, el despensero, a quien las mujeres llaman con cierto desdén el Gallego. Personaje de unos cincuenta años, Emilio no tiene acento español, pero tiene el local atiborrado de banderines y pósters que hacen alusión a España; él también es, de algún modo, un desclasado, un extranjero. Es también el personaje que le da cierto tinte de ficción al documental: Emilio acaba siendo el malo de la película. A sus clientas las trata con desidia cuando no con sarcasmo, y les provee de todo, desde cargas de celular hasta el uso del baño, siempre a costa de un precio. Este proceder fenicio le gana la antipatía de sus clientas, que no obstante quedan cautivas de su comercio, en este universo cerrado. En las antípodas de Emilio está Bibi, quien ejerce un emprendimiento solidario. Años atrás, cansada de hacer el periplo habitual, ella decidió establecerse en Sierra Chica para estar cerca de su marido, y también para dar hospedaje a amigas o mujeres necesitadas. Bibi es el símbolo de la confraternidad, y es al mismo tiempo quien da voz al documental. Colás se limita a mostrar y dejar hablar. En la voz de Bibi se reúnen las voces del resto; son sus pedidos de comprensión, de un trato más digno y justo, los que constituyen el mensaje ulterior de La visita. Pero nunca como un pedido, nunca como un reclamo. Ese es el forte de Colás, su estampa de crack, su capacidad de decirlo todo sin forzar nada, con una extraña poesía que está ahí lista, sólo para ser recogida por la cámara.