J. L. Colás ha rastreado a la Gricel del tango, y retratado a seguidoras de telenovelas, “habitués” de un refugio municipal de gente sin hogar, pibes que se esfuerzan por entrar en las inferiores de un club, siempre con gran sentido de observación, inteligencia, respeto y habilidad para captar rostros y momentos no sólo singulares y a la vez representativos, sino muchas veces también emotivos, o divertidos.
En este caso sigue a las mujeres que cada fin de semana, no importa si llueve, van a visitar a sus familiares presos en el penal de Sierra Chica. “Los estúpidos que tenemos adentro”, dice una, pero se banca todas las incomodidades para estar unas horas con el suyo. Como ella, son mujeres que se sacrifican, se preocupan, cargan bolsos y criaturas, y también bromean casi todo el tiempo, mantienen la energía y, dentro de lo posible, la alegría. Las alientan un almacenero rápido para los chistes y la atención al cliente, y la mujer de un expresidiario que se quedó a vivir en el pueblo y ofrece consejos y alojamiento. Luminosas, las dos nenas que se quedan jugando muy contentas en la puerta del penal, del lado de adentro, para quienes aquello es solo un paseo. Emotiva, la serie de retratos finales, ya al pie del ómnibus, mientras se oye una estrofa del viejo tema de Lomuto y Contursi “Sombras, nada más” (“Pude ser feliz/ y estoy en vida muriendo”).