Hay planos que definen una película. Su ubicación suele ser estratégica. Es una forma autoral de marcar territorio, de trazar un círculo de pertenencia y de invitar al espectador. En Las herederas, la ópera prima de Marcelo Martinessi, el encuadre del inicio se construye a partir de la mirada de Chela, la protagonista, una mujer de sesenta años que espía detrás de una puerta y advierte cómo parte de su pasado se desintegra. Está obligada a vender los muebles y los objetos de su casa. Por ende, diferentes rostros burgueses exploran ese paraíso decadente como si estuvieran en un museo, pero para despojarlo. La casa ya no es la de antes y los signos del deterioro están a la vista en medio de una iluminación opresiva: empapelado roto, manchas de humedad, en definitiva, un universo reducido a colores fríos como la existencia misma de esta mujer cuyo rostro lo dice todo sin decir nada. El punto de vista de la cámara nunca soltará a Chela. Ver por detrás, asomarse, espiar y tener cuidado, no apresurarse, no delatarse por los impulsos, son las acciones/gestos que llenan su presencia, pero también es la invitación que se nos hace en tanto observadores de la historia y de la intimidad de una mujer atravesada por el miedo y por las dudas, pero fundamentalmente por el deseo.
Uno de los aspectos más interesantes de Las herederas es su mecanismo de distracción, pensado desde el título. Todas las preguntas que nos hagamos acerca de las subtramas encontrarán sus respuestas fuera de campo. De este modo, nos enfrentamos a un plato lleno de secretos. ¿Es una película sobre una pareja de lesbianas mayores? ¿Por qué Chiquita cometió una estafa? ¿Qué motiva a Chela a vender sus cosas? ¿Qué esconde su personalidad? ¿Y qué vida es la que lleva Angy, la joven que estimula su deseo mientras Chiquita está presa? Todos los interrogantes están planteados, pero siempre es más fuerte el nivel de expectativas incumplidas. En otras palabras, lo que le da fuerza expresiva a la película es el silencio y la vida de la protagonista en ese estado de suspensión. Más vale aferrarnos al único nivel discursivo posible, el de los rumores.
Tanto la casa como la cárcel están unidas por la continuidad de estos secretos. Mientras tanto, Chela vende su historia familiar e íntima. Suelta lo material y se descubre como sujeto deseante sin que ello garantice necesariamente la felicidad. Ahora, la extensión de su cuerpo es el auto que le sirve para ganarse la vida haciendo viajes. Allí suben viejas amigas pacatas que alguna vez supieron ocupar un lugar social privilegiado y ahora se conforman con mirar aún al espejo sus caras pintarrajeadas y asesinadas con cirugía estética. Es parte de una realidad política en la que no encuentran explicación y se espantan. El auto es el último signo de una cadena de significantes vinculados al cuerpo, a la existencia. Al principio, la duda invade a Chela cuando maneja con Chiquita al lado; luego, cuando conoce a Angy, la seguridad se va adueñando de su ser como conductora, pero lejos está de manejar al deseo. El excelente gesto contenido de la actriz Ana Braun va a la perfección con este mundo de discreciones donde es preferible aguantar frente a los tabúes y a las propias mezquindades. Martinessi capta muy bien esos elementos sórdidos y los vincula con equilibrio adecuado a la lógica de los espacios, de los gestos, para mantener la tensión erótica. Véase por ejemplo la importancia del cigarrillo para las mujeres que bordean el mundo de Chela, cómo Angy le enseña a fumar, y las miradas que se cruzan ambiguamente de modo constante.
Toda la dimensión de lo no dicho y aquellas puertas que quedan abiertas en la historia son estimulantes, pero fundamentalmente la atmósfera que logra transmitir la situación de Chela, o cómo una mujer de sesenta años intenta reemplazar su existencia material (la casa, los muebles, la vajilla, los cuadros) por el mandato de su cuerpo.
Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant