La vida en una casa “pesada”
Todo en el film de Martinessi aparece atravesado no sólo por la relación entre esas dos mujeres y los hechos que desencadenan una nueva situación, sino también por la incidencia casi física de ese caserón que habitan, llevado a una situación casi de remate.
Es tiempo de casas “pesadas”. El matrimonio protagónico de La cama, ópera prima de Mónica Lairana, estrenada unas semanas atrás, parece casi secretado por unas paredes húmedas, antiguas, macilentas. La protagonista de Las herederas vive en la casa de su familia desde que nació. Producto de la decadencia, tiene todo en venta, salvo la casa de dos plantas. Muebles valiosos, el piano, la platería. Todo tal como habrá estado en aquella época, cuando la cincuentona Chela vino al mundo. Como la casa, ella parece en estado de hibernación o deterioro, dejando que la mucama se ocupe de todo. Hasta que algo la empuje a salir, y Chela empiece a respirar aire no viciado. Ópera prima del realizador paraguayo Marcelo Martinessi, Las herederas fue una de las revelaciones de la última Berlinale, donde obtuvo dos de los premios más importantes. Inicio de una estelar trayectoria global, reforzada en septiembre en San Sebastián con el premio Sebastiane, que se entrega a la mejor película de temática queer. Pero Las herederas no es un objeto de ghetto sino para todo el mundo. Y ese es justamente, como se verá, su aporte más valioso a la causa LGBTIQ.
Chela espía. El primer plano de la película es un reencuadre que genera un formato incómodo por lo inhabitual: un rectángulo “parado”, no “acostado”, como suele ser el del cine. Es el punto de vista de una persona que mira a través de una puerta entornada. Se trata de Chela (Ana Brun), atisbando desde su habitación el movimiento en el comedor, donde una señora de cierto tupé le pregunta el precio de los objetos a la mucama. Más adelante, casi sobre el final de la película, Chela volverá a espiar, sin animarse a poner el pie en el living, donde cierto objeto de deseo se repantiga como una gata perezosa. Esa es, podría decirse, la posición-Chela: la de una señora que está a punto de sacar el pie afuera, pero eso la asusta. Chela está en pareja, parecería que de toda la vida, con Chiquita (Margarita Irún), que tiene más o menos su misma edad pero es su opuesto perfecto: entusiasta, optimista, emprendedora. Chiquita es enviada a prisión por una acusación de fraude, pero ni ella ni Chela se hacen demasiado drama por ello. A su vez, Chela se ve obligada a cambiar de mucama. Ambas circunstancias hacen mover un poco el bloque de cemento sobre el que está trepada, y eso es lo que importa. El encarcelamiento de Chiquita funciona básicamente como lo que Hitchcock llamaba mcguffin, un artilugio narrativo que no tiene mayor significación que la de “hacer mover” la trama.
Más importa el conocimiento que Chela hace de Angy (Ana Ivanova), mucama de su vecina Pituca (Maria Martins), que hace o intenta hacer honor a su nombre. Como si fuera una gran dama, Pituca le pide un día a Chela que la lleve en auto, como quien da una orden. Chela duda y acepta: seguramente su orgullo habrá pateado en contra, pero los pesitos que la otra le ofrece no le vienen nada mal, teniendo en cuenta que no tiene otra fuente de ingresos. Las “chicas” que se juntan a jugar al bridge con Pituca comenzarán a usar también sus servicios y recomendarla, y eso le permite no sólo una entrada sino una salida: salida al mundo, que no parece estar tan mal. Mucho menos cuando aparece Angy, que según Pituca “desde que descubrió el celular no limpia más”. Morocha y flexible como una pantera, Angy es de esa clase de mujeres que cuando mira parece estar haciendo el amor, cuando camina parece estar haciendo el amor y cuando habla parece estar haciendo el amor. Chela se hace mucho la que no, pero se le nota que sí.
Las herederas es antes que nada una película observacional, de climas. Los interiores de la casa siempre oscuros, la ajenidad de los compradores, el encierro como forma del disimulo, como respuesta a un entorno en el que las apariencias mandan. Y el chismorreo y la malicia también. “¿Vos creés que se habrán dado cuenta?”, le pregunta Chela a Chiquita después de una reunión de mujeres, donde incluso hay otra pareja femenina que tiene menos pruritos que ellas en mostrarse. No hay que mostrar la sexualidad, no hay que dejar ver la decadencia. Frente a esta agorafobia de las que se salen de la norma, Pituca y sus amigas representan la norma, en clave caricatural. “Creo que va a ser un lindo velorio”, comenta Pituca, en una línea casi de Puig, y por lo bajo le saca el cuero a una amiga “que es una amarreta”. A diferencia de tantos films de salida del armario, donde hay que pelearla para ser aceptadxs, Las herederas presenta a una pareja homosexual asentada por los años, que funciona con tanta naturalidad como podría hacerlo una heterosexual. Con naturalidad y también con sus límites, como el deseo al que a Chela le cuesta hacer honor. En el curso de su peripecia, los ojos de Ana Brun pasan de un estado casi comatoso a un tímido chisporroteo: con eso basta para saberlo todo sobre su interioridad.