“Asunción es – para mí – una ciudad-cárcel. Y aun estando lejos, nunca conseguí desanudarme del todo de esa incómoda sensación de pertenencia. En esa ciudad de mi infancia, las prácticas oscuras no venían sólo del gobierno dictatorial. Allí se heredaban de generación en generación la violencia, la intolerancia, la discriminación, los prejuicios de una sociedad que no quería cambiar. Entonces, sólo eran posibles vidas fragmentadas, entre el deseo y la represión”, dice el cineasta paraguayo Marcelo Martinessi acerca de Las herederas, su muy notable ópera prima que ha recibido sendos galardones en el Festival de Berlín (Mejor Actriz para Ana Braun, Premio Alfred Bauer, Premio FIPRESCI de la crítica internacional), en el Festival de Cartagena (Premio FIPRESCI, Mejor Director), en el Festival de Jenjou (Gran Premio del Jurado), y en Festival de San Sebastián (Mejor Película Latinoamericana). Y en muchos otros festivales también. Lo más importante es que realmente se merece estos los premios.
Porque Las herederas es una de esas películas que dice muchas cosas, todas muy significativas, sin decirlas nunca de un modo explícito, sin recurrir a la comodidad del diálogo como recurso inequívoco, sin proponerse desarrollar una tesis a través de acciones contundentes. Y tampoco es una de esas películas llamadas minimalistas que se centran casi exclusivamente en detalles, gestos, pausas y silencios para narrar historias insustanciales que pretenden ser trascendentes. Es, en cambio, una de esas raras películas que va construyendo sus sentidos muy de a poco, siempre a través de observar con lucidez y reflexionar sobre lo que narra, nunca ensayando poses falsas y vacías, y con una capacidad de llegar mucho más allá de lo que la anécdota en sí misma encierra.
Por eso mismo su trama, que en manos de otro director podría haber sido simplista y obvia, aquí adquiere una profundidad y una sensibilidad inusual. Todo gira alrededor de dos mujeres (aunque luego la protagonista principal será de una de ellas), Chela (Ana Brun) y Chiquita, que son pareja desde hace, quizás, demasiado tiempo. Su relación ya no tiene nada de apasionada, aunque tal vez sí hay cariño. Pero, el cariño no es amor. Y no es eso lo único que pasa. Resulta que Chiquita tiene una enorme deuda con un banco y es acusada de fraude. Así que no le queda otra que ir a la cárcel, al menos por algunos meses hasta que su situación se resuelva de alguna manera.
Eso no quita que para pagar la deuda la pareja tenga que vender sus muebles heredados y sus objetos de valor. No es un dato menor que la mayoría de bienes pertenecen a Chela. Para ella, aunque no se diga nunca, es imposible no estar desilusionada y dolida (y hasta un poco resentida) por tener que despojarse de casi todo lo que tiene por problemas ocasionados por Chiquita – nunca se sabe si efectivamente es culpable de fraude o de un préstamo no pagado. O de las dos cosas.
Casi sin querer, Chela comienza un pequeño emprendimiento: una especie de “servicio de taxi”, con su propio automóvil, para un grupo de pitucas señoras mayores – un espejo de la pequeña burguesía a la que ella ya no pertenece. Es que la inseguridad reinante hace que estas mujeres elijan a Chela en vez de a un taxista desconocido. De a poco, Chela sale del encierro de su hogar y se enfrenta, seguramente por primera vez desde hace mucho tiempo, a hacer algo por su cuenta y no bajo la dominante personalidad de su pareja, quien se ocupaba de todo. Pero el verdadero problema de Chela, lo que parece insalvable, no es haber descendido en la escala social. Lo peor de todo es que ha dejado de desear. Así de simple y así de desesperante. Y eso sume a cualquiera en una tristeza constante.
Desde los primeros planos, Las herederas transmite una sensación de pérdida, de que todo tiempo pasado fue mejor, de que hay algo que se fue para siempre. Se nota en la iluminación medio apagada, en los planos largos que marcan un tiempo suspendido, en los encuadres desequilibrados, en el montaje cansino. Fundamentalmente, se nota en los rostros. Chela tiene la mirada perdida, está retraída, ausente de lo que pasa a su alrededor. Chiquita, en cambio, parece no haberse dado cuenta del final del juego. Pragmática y decidida, incluso va a mantenerse en eje dentro de prisión. La que sufre en silencio es la que ya no desea y se siente vencida.
¿Hay algo peor que no desear nada ni a nadie? ¿Cuán difícil es representar este estado en el cine sin apelar a los clichés que ya todos conocemos? Se podría decir que Chiquita sufre una depresión y eso haría más fácil explicarlo todo. Pero esa explicación de carácter clínico reduciría la complejidad y fácilmente enlazaría la angustia de algo que, en verdad, es inabarcable. Y Las herederas no se propone ninguna de estas cosas. En cambio, es una película que se va desplegando en todos sus matices sin que uno lo note a primera vista. Para cuando ya se hace tangible es imposible despegarse del sufrimiento de Chela. Antes hubo pequeños hechos, diálogos coloquiales y cotidianos que pintan toda una sociedad, una ciudad y sus habitantes, y también muchos instantes que hablan de represión y de miedos.
Pero, inesperadamente, se puede volver a desear. No así nomás, no fácilmente. Hace falta coraje y no poco, eso queda claro. Pero, lo que viene después de dejar atrás la reclusión de una afectividad moribunda es luminoso y esperanzador. Es casi como volver a nacer. Y sí, puede sonar cursi. Pero en Las herederas no lo es. En cambio, es genuino y hermoso.
Las herederas (Paraguay, Uruguay, Brasil, Francia, Noruega, Alemania, 2018). Puntaje: 9
Escrita y dirigida por Marcelo Martinessi. Con Ana Brun, Margarita Irún, Ana Ivanova, María Martins, Alicia Guerra, Yverá Zayas. Fotografía: Luis Armando Arteaga. Montaje: Fernando Epstein. Sonido: Fernando Henna, Rafael Alvarez. Dirección de arte: Carlo Spatuzza. Duración: 95 minutos.