Resnais, mon amour
Esas pequeñas hierbas locas del título crecen como maleza, en cualquier lugar y circunstancia, como el vello en algunos cuerpos. Empeñadas en crecer incluso en lugares tan inapropiados como la rendija inapreciable entre dos adoquines de una calle parisina, esa hierba, si llueve crece, si pasa el tiempo crece, si se lo poda también crece y puede estar meses convirtiéndolo todo en un cañaveral incontrolable. Amour fou, al fin. Las Hierbas Salvajes resulta así, un film desbordante, intenso y fresco, un delirio lúdico con toques modernos que no teme transitar el territorio de lo ridículo como verdadero motor de lo sublime de la vida.
Alain Resnais tiene la originalidad como rasgo de estilo. Providence, Mi tío de América o Conozco la canción por sólo citar tres de sus películas, recorren sin necesidad de fórmulas un doble camino. Por un lado, el vértigo de la experimentación, la ilusión de un tiempo fantasmal creado con climas, encuadres y constantes dislocaciones. Por otro, la cercanía y la complicidad de personajes vitales, imperfectos, enigmáticos que, con una mueca turbada en su rostro, construyen algo que permite la identificación con el espectador. Se trata de personajes enredados en encuentros fortuitos que hilvanan el tema recurrente en la filmografía de Resnais: el tiempo, el asiento fugaz de las presencias y vacíos de las relaciones, el transcurrir en las horas suspendidas, pesadas o etéreas pero siempre fluidas en su devenir eterno. Salvo obviamente Noche y niebla, donde el tema, las imágenes documentales de los campos de exterminio nazi y los textos de Jean Cayrol evitan toda distancia, toda liviandad. Pero hasta en Hiroshima, mon amour, en el texto de Marguerite Duras sobre un intenso romance en el escenario mustio de la guerra nuclear entre una francesa pacifista que viaja a Japón y un ex soldado enemigo, la memoria actúa como el tiempo que debe superar el duelo, la pérdida y la melancolía.
Con Hierbas Salvajes, Resnais conserva sus antiguos recurrentes y vuelve a desnudar el costado trivial de todo lo que se supone importante. El amor se reduce a azar y obsesión; el detonante del amor: una simple billetera perdida con la tesis del personaje arrobado por encontrar a su dueña; la familia, distante, con una extraña esposa que acompaña su súbito enamoramiento; profesionales poco sensatos: un policía “psicólogo” que se encomienda a la devolución de la billetera como si fuera un asunto de estado o la dentista con vocación de aviadora. Todo aparece como algo seductor y ridículo. La vida de los personajes atada a pequeñas obcecaciones, un tanto frívolos, algo cercanos a cualquier habitante de una ciudad, burgueses un poco aburridos, oscilantes entre la más absoluta levedad y ciertos toques de gravedad. La historia crece como un enorme looping, un firulete vertical hacia alguna parte entre el cielo y la tierra -¿el lugar de los sueños?- donde los destinos quedan suspendidos envueltos en un aire tibio o quizá en los brazos de alguien desconocido que inesperadamente va a convertirse en alguien imprescindible en nuestras vidas. Deslizamientos esquivos y juguetones que preservan lo más íntimo y también lo más inconfesable de sus personajes.
Resnais violenta los límites de lo verosímil, la velocidad de la cámara, área y flotante, la música, el lirismo, salpicado de ambigüedad y bellas elipsis. Las historias pasionales, los personajes, la ciudad... cuanto más avanza el relato, menos claro se nos vuelve todo. Definitivamente, el director no se toma - ni nos toma - en serio pero resulta muy serio a la vez.
Comedia o drama demencial
Zambulléndose en la melancolía, la tensión del deseo y la ingravidez de las relaciones con innegable elegancia y sensibilidad, el fantasma de la comedia romántica de encuentros y desencuentros es en Las hierbas salvajes, un espejismo. Como en Hace un año en Marienbad, la propia narración pone en cuestión lo que se narra, en tanto relato como lucha interior, no en el campo literario – como es el caso del guión de Alain Robbe-Grillet - sino en el terreno cinematográfico con guiños que elaboran un grácil elogio de la energía fabuladora del cine como puede apreciarse en el tiempo detenido en los cafés vacíos, la representación de los pensamientos internos, el lento movimiento de las personas o en los cines de reestreno como locales que se caen a pedazos. El emblemático film de los 60 pertenece al período de la ruptura en la forma y los vaivenes de las personas que se esperan o se buscan. Este espacio es el que de alguna forma se inscribe Las hierbas salvajes pero livianamente, sin solemnidades ni excelsas filosofías que generen una reflexión intelectual sobre la naturaleza de la realidad. Sólo la hierba conserva el enigma. Es ella la que contiene en su indefectible crecimiento, el peso de la vida, testigo impasible del eterno transcurrir del tiempo.
Las hierbas salvajes, Ganadora Premio Especial del Jurado, Premio a la trayectoria, Nominada a la Palma de Oro en Cannes, no pasará a la historia como la mejor película de Alain Resnais. Pero con algo de inocencia y mucho de juego, sigue renovando su mote de maestro. Su cine nos sumerge con una acaricia vehemente que se siente tibia pero algo extraña. Una película que no traiciona ni aun cuando sea encantador que lo haga.